(Domingo, 09/05/2010)
La vida humana está íntimamente vinculada al dolor y al sufrimiento. Los hombres, un día u otro, han de beber su cáliz amargo, como lo demuestra la experiencia cotidiana.
Ante este hecho, hemos de preguntarnos: ¿Qué actitud debemos adoptar? La mayoría de las veces es la del fatalismo: aguantamos lo que no podemos evitar.
La fe cristiana ilumina el misterio del dolor; es una luz que no nos permite caer en fatalismos enervantes. Bien al contrario: nos da serenidad y nos comunica paz. Una mirada llena de fe dirigida a Cristo, quien siguió el camino del dolor, nos descubre el sentido del sufrimiento humano. Esta luz nos descubre la gran proyección del amor.
Jesucristo fue el primero que sufrió. Bajo el peso de la cruz humillante, convirtió el dolor en algo sagrado. El Cristo crucificado de nuestras iglesias y de nuestros hogares cristianos es un vivo exponente de amor, de redención, de salvación. Porque con su voluntaria y trágica muerte, Cristo nos dio a conocer un amor que es capaz de hacer que nos entreguemos por los demás hasta la muerte.
El Cristo crucificado es también una llamada a todos los que sufren. Él se dirige a todos los hombres y a todas las mujeres para que cuando, en el camino de la vida, sus pies tropiecen con las espinas del sufrimiento, sepan comprender el gran valor de la ciencia del dolor.
Es muy necesario que los enfermos que yacen en una cama o los que viven en la más trágica soledad escuchen la llamada de Cristo y comprendan que las contrariedades que sufren tienen un excelente valor. Ciertamente, esta llamada de Cristo es una de las cosas más misteriosas que podemos imaginar.
El sufrimiento, aceptado con fe y con amor, se une al del Crucificado. Entonces el dolor adquiere dimensiones de redención; posee la fecunda fuerza de realizar en la propia persona “lo que falta en los sufrimientos de Cristo a favor de su cuerpo, que es la Iglesia”, como nos dice san Pablo. Se trata de ir dando la vida para sembrar esperanza, tal como expresa el lema de la Jornada del Enfermo de este año.
La humanidad que sufre se convierte en símbolo, en signo, en sacramento humano que esconde la presencia misteriosa de Cristo. Son entrañables las palabras de Juan Pablo II: “Os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, os pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal que el mundo contemporáneo nos presenta, que vuestro sufrimiento venza en unión con la cruz de Cristo”.
+ Lluís Martínez Sistach
Cardenal arzobispo de Barcelona