Comentando la próxima fase del Congreso que celebraremos en Barcelona sobre la pastoral de las grandes ciudades, recordé un documento cristiano del principio del siglo II de la era cristiana, la famosa Carta a Diogneto. Es un texto emblemático de cómo era la presencia cristiana en aquella sociedad mayoritariamente pagana en la que los cristianos eran una minoría, pero una minoría con conciencia de hacer una aportación valiosa y nueva a toda la sociedad. Lo vivían con ilusión y con humildad, a menudo también en medio de la persecución y de las incomprensiones. ¿No podemos decir que es un reflejo de la vida de los cristianos en las grandes ciudades modernas?
¿Y qué debemos hacer los cristianos en el medio urbano? Para responder a esto, hacemos este congreso. Sin embargo, me parece que hay unos puntos que sobresalen en los trabajos realizados hasta ahora, que veremos cómo son valorados en la fase final.
En primer lugar, hay que crear células comunitarias de la fe; es decir, verdaderas comunidades cristianas. En una situación de pluralismo cultural y religioso -incluso, a menudo, arreligioso-, o el creyente tiene un lugar de abrigo y de ayuda o no podrá subsistir como tal. Necesita el apoyo y el respaldo de unas comunidades cristianas, la compañía cercana y cordial de otras personas que, como él o ella, viven a la intemperie y quieren ser testigos del Crucificado y Resucitado en estas circunstancias.
Y, en segundo lugar, es necesario que sea una fe con sensibilidad solidaria. Esto también nos llega desde los primeros tiempos, como nos recordó Benedicto XVI en su encíclica sobre la caridad. Los primeros cristianos eran tan solidarios que incluso suscitaban la admiración del emperador Juliano, llamado el Apóstata porque quería volver al paganismo como religión hegemónica del imperio, pero que recomendaba copiar de los cristianos su sentido social, sus redes de ayuda material a los más débiles de la sociedad.
El cristianismo no puede perder la pasión por la justicia en un mundo de tantas desigualdades injustas. Y no es una tarea fácil. La Iglesia no puede asumir la responsabilidad de hacer, ella sola, la sociedad más justa posible. Pero no puede desentenderse de los problemas sociales y de los pobres. El papa Francisco quiere «una Iglesia pobre y para los pobres». Los cristianos, en el mundo plural y secularizado de hoy, estamos llamados a vivir la experiencia del Dios que es amor y que se nos ha manifestado en Cristo como autodonación de Dios Padre y de su Espíritu. El centro de la vida cristiana no puede ser otro que el amor a la persona de Jesucristo.
A esto se refería el teólogo Karl Rahner cuando, hablando de la espiritualidad del futuro, escribía que «el cristiano de mañana será místico o no será cristiano». Estamos llamados a vivir la mística, pero una «mística de los ojos abiertos», como dice el teólogo Juan Bautista Metz en una expresión muy gráfica. Con ojos abiertos se quiere decir con una mirada realista al entorno, con una mirada de compasión hacia las necesidades del prójimo. Se trata de unir estos dos elementos clásicos: mística y solidaridad, contemplación y acción. Elementos que tienen el centro en el amor a Dios y en el amor y el servicio a los hermanos.