La fiesta del Corpus Christi, que celebramos este domingo, fue instituida hace siglos para testimoniar públicamente la fe en la presencia de Cristo en la Eucaristía. Es la fiesta del cuerpo y de la sangre de Cristo, que él ha dejado para alimento de la vida nueva de los hijos de Dios. La Eucaristía es el misterio de nuestra fe. Cristo, en su presencia eucarística, permanece en medio de nosotros como quien nos ama y se entregó por nosotros. Por eso la Eucaristía es el sacramento del amor y de la comunión.
Entre el misterio de la encarnación y el de la Eucaristía hay continuidad: la Eucaristía es la prolongación de la encarnación. Jesús quiso que su memoria se perpetuara entre nosotros no a través de un simple recuerdo sino a través de un memorial, que es la celebración de la eucaristía.
La eucaristía compromete a favor de los pobres. A fin de recibir verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo entregado por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos. Por eso, desde el comienzo de la Iglesia, junto con el pan y el vino de la eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Así se entiende que se haya querido unir esta solemnidad del Corpus Christi con el Día de la Caridad, la jornada en que se hace una colecta destinada a Cáritas.
Nuestro Concilio Provincial Tarraconense pide «reavivar la tradición, tan intensamente vivida en los primeros siglos de la Iglesia, de vincular visiblemente la celebración de la eucaristía con la caridad fraterna, insistiendo de manera particular en la relación entre la fracción del pan y la comunión cristiana de bienes». Hay una relación profunda, real y misteriosa, que une a Cristo en la realidad del sufrimiento y la pobreza. En la larga historia de la Iglesia, el Evangelio y el amor a los pobres han estado siempre unidos.
Escuchando la homilía del Papa el pasado 27 de abril, en la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, pensé que eran muy adecuadas para esta celebración del Día de la Caridad unas palabras del papa Francisco: «Las heridas de Jesús -dijo- son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron la valentía de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresía (audacia) del Espíritu Santo. Y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.»
Estos dos grandes pontífices nos enseñan a no escandalizarnos de las heridas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama. Y también nos invitan a tratar de aliviar las heridas de nuestros hermanos que más sufren en el mundo de hoy y en nuestra sociedad concreta. Esto es lo que busca hacer Cáritas y todos los que colaboramos con ella.