Carta dominical | Inmortalidad

Seguimos meditando, contemplando y proclamando el gran misterio de la Eucaristía. Misterio, sacramento, que nos entrega la misma vida de Dios transformándonos en iconos vivientes del misterio de su amor y de su entrañable misericordia. La Eucaristía nos hace vivir en Dios, nos incorpora a su misma vida, nos transforma, nos espiritualiza, nos diviniza y nos da la semilla de la inmortalidad. ¡Qué gran misterio! El santo cura de Ars decía: “Si supiéramos lo que es la Misa (la Eucaristía)… moriríamos”.
El Evangelio de San Juan pone en boca de Jesús, nuestro Dios y Señor, estas palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6,54). Comulgar es recibir el cuerpo de Cristo Resucitado. Comulgar es recibir la prenda, el anticipo de la vida eterna. “A quien comulga, Dios le hace el don de su inmortalidad porque el verbo es inmortal.” (San Cirilo de Alejandría, In Joannem IV, 2,263) ¡Qué don y qué misterio! Somos, “por la entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lc 1,78), inmortales, vencedores de la muerte: ¡somos eternos! La muerte ya no tiene dominio sobre nosotros. La muerte ya no es el final del camino sino que se convierte en un acontecimiento pascual, es paso, es Pascua. La muerte no es más que el umbral que nos introduce en la vida sin fin, en la Jerusalén celeste, en la presencia de nuestro Dios. “Este pan no es como el que comieron vuestros padres en el desierto, que lo comieron y murieron. Quien come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,49-51).
Por la Eucaristía, Dios nos hace entrega de estos dones: la inmortalidad y la resurrección. San Ireneo amaba decir: “La Eucaristía es prenda de inmortalidad y de Resurrección”. Nuestra alma, unida a Cristo, es inmortal; nuestro cuerpo, alimentado por Cristo, resucitará. “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11,25-26). De ahí que no quepa, en el corazón de quien comulga dignamente, la tristeza y la desesperanza. En medio de los fracasos, del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad y del zarpazo de la muerte, el creyente, que se alimenta del amor de Dios, de su cuerpo y de su sangre, sabe y canta con ferviente fe a su Señor: “Que aunque morimos no somos carne de un ciego destino. Tú nos hiciste, tuyos somos, nuestro destino es vivir…”
Que este misterio en el que nos introduce la Eucaristía, misterio de la inmortalidad y de la vida sin fin, nos ayude a ser testigos de esperanza y de paz. “Cristo es el sol que ilumina la vida de los justos y, cuando mueren, esta luz no desaparece. Llevan siempre esta llama con ellos y les introduce en la misma vida eterna, la vida sin fin.” (Nicolas Cabasilas, La vie en Christ, p. 136)
Al igual que la lamparilla del sagrario, ardiendo humildemente, señala el gran misterio de la presencia de Dios, nuestras vidas, humildes pero siempre encendidas, están llamadas a ser reflejo de la presencia de Dios. Que sepamos respetar y venerar esa presencia de Dios en toda persona humana, incluso en la más humilde, la que menos cuenta, la que está más marginada.
Que Dios os bendiga a todos.
+ Juan José Omella Omella
Arzobispo de Barcelona
Descárgate esta carta dominical en formato audio *.mp3