No han muerto en vano (II): La Doctrina Social de la Iglesia y las migraciones

Muy brevemente, recordamos que desde sus inicios –el 1891 con la encíclica Rerum novarum de León XIII–, la Doctrina Social de la Iglesia se ha ocupado de las migraciones, afirmando el derecho de emigrar que fomenta en la dignidad de las persones y en el derecho a usar de los bienes de la creación, que Dios ha creado para todos (cf. Pacem in terris, n. 25, de Joan XIII).
El Magisterio Social de la Iglesia apuesta por el desarrollo integral de los migrantes, manifestación de una Justicia que brota de la fe y que está inseparablemente unida a la Caridad (=Amor), que ha de presidir nuestras relaciones. Esta Justicia pide que los gobernantes promuevan “con eficacia, los valores humanos de estas minorías, especialmente en relación a su lengua, cultura, tradiciones, recursos e iniciativas económicas.” (PT, n.96)
El Concilio Vaticano II hace múltiples referencias a la realidad de las migraciones (GS nn. 6, 63, 65). Los poderes públicos de los países de acogida han de considerar los migrantes, persones, no meros instrumentos d producción. Y se proclama el respeto hacia todo el ser humano y su dignidad inviolable: “Cada uno, sin excepción, ha de considerar al prójimo como un otro yo, cuidando, en primer lugar de su vida, y de los medios necesarios para que sea vívida dignamente.” (Gaudium et Spes, n. 27). El deber de solidaridad atañe tanto a las persones como a los pueblos.
Delante del abismo que separa a ricos y a pobres, y a la marginación de pueblos enteros, Pablo VI- haciendo suyas las palabras de Isaías “la Paz es obra de la justicia” (cf Is 32,17)- en la encíclica Populorum Progressio hace un llamamiento a la acción concreta a favor del desarrollo solidario de la humanidad (PP n 5; 43). El desarrollo es el nombre nuevo de la Paz, y ha de implicar Justicia. Considera la fraternidad entre los pueblos, un deber que atañe en primer lugar a los pueblos más favorecidos, y apuesta por la promoción de un mundo más humano, donde todos hayan de dar y recibir y sin que el progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo de otros (PP, n.44).
Del extenso magisterio social de Juan Pablo II, destacamos su denuncia de la vulneración de los derechos humanos y de la existencia de mecanismos que, en generar desigualdad económica, mantienen a la mayoría de la población mundial en la miseria. En la encíclica Solicitudo rei socialis (1987) califica esta situación de “pecado estructural” (SRS, n.16). En la encíclica Laborem exercens (1981) se habla del derecho a emigrar por motivos económicos, pero también de volver, pues es una pérdida para el país de origen (LE, n.23); así mismo, remarca que la emigración económica no ha de convertirse en explotación; no ha de haber discriminación por razón de nacionalidad, de religión o de raza. El inmigrante ha de ser tratado con justicia y fraternidad socioeconómicas, cosa que exige el reconocimiento de sus derechos Civiles, económicos y sociales. En reciprocidad, se le pide su aportación productiva y adaptación. Ha de haber, pues, una apertura y reconocimiento hacia e otro.
Es fundamental para los inmigrantes tener un lugar de Trabajo; va ligado a la dignidad de la persona (LE, n.12). En Juan Pablo II también podemos encontrar llamamientos para que se contribuya a un verdadero desarrollo de los países de emigración (SRS nn. 23, 24) y a la invitación a luchas contra cualquier brote de xenofobia, racismo y marginación.
Benedicto VI recupera con la Encíclica Caritas in veritate (2009) el tema de la fraternidad, impulsado por Pablo VI a Popilorum progressio. Los dos textos contemplan el desarrollo como vocación, hecho que comporta situar l Caridad (Amor) en el centro; así nos dice: “Hoy la humanidad es mucho más interactiva que antes: esta mayor vecindad ha de transformarse en verdadera comunión, porque “el desarrollo de los pueblos depende sobretodo de que se reconozcan como parte de una sola familia” (…) “integrada por seres que no viven simplemente los unos junto a los otros” sino que colaboran /cf.CV, n.53).
Recogido todo el camino anterior, el papa Francisco continua ahondando en la lectura de este signo del tiempo tan claro, las migraciones. La Iglesia tiene la oportunidad de convertirse en ella misma, en símbolo que anticipe el futuro y en el modelo de referencia para una Sociedad y también para un mundo fraterno, llevando a término el plan de Dios de reunir en una sola familia a todos los pueblos.
El papa Francisco desde los inicios de su Pontificado se ha mostrado muy próximo al drama de los migrantes y refugiados: en su primer viaje pastoral fue a Lampedusa (2013) y desde allí, hizo un llamamiento contra la globalización de la indiferencia. Habitualmente, denuncia el individualismo excluyendo de nuestras sociedades bienestantes y alerta contra el crecimiento del miedo, y de la sospecha entorno las diferentes que puede desembocar fácilmente en actitudes xenófobas. Nos recuerda que migrantes y refugiados son persones como nosotros a los que hemos de prestar atención, todo exhortándonos a no olvidar una de las principales maneras de trabajar para el Reino de Dios en el mundo: la práctica de la hospitalidad. La Biblia nos habla, tanto en el Antiguo Testamento (Gn 18, 1-5; Dt 10, 17-19) como en el Nuevo Testamento (Mt 25, 31-39; He 13,2; Ro 12,13). Así, “Acojámonos los unos a los otros, tal como el Cristo nos ha acogido, por Gloria de Dios.” (Ro 15,7).