Salón Arrupe de Madrid, 21 de noviembre de 2017
Señoras y señores:
Creo que no es necesario presentar a Juan Mari, pero, a pesar de ello, déjenme decir que Juan María Laboa Gallego, profesor y sacerdote guipuzcoano, nació en Pasajes de San Juan el 15 de agosto de 1939. Se licenció en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (1959), fue ordenado sacerdote en Madrid el 17 de diciembre de 1962, regresando a Roma para continuar sus estudios. Allí alcanzó la licenciatura en Teología (1963) y el doctorado en Historia de la Iglesia (1968). Es también licenciado en Filosofía y Letras, especialidad de Historia, por la Universidad Complutense de Madrid (1973). Es en Madrid donde ha ejercido su labor pastoral y docente siendo: Delegado de la Pastoral Universitaria (1977-1984); profesor ordinario de Historia de la Iglesia en la Universidad de Comillas (Madrid, 1970-) y de Derecho Político Español en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense (1972). Es director de la revista ‘XX Siglos’ y autor de diversos libros relacionados con la Historia de la Iglesia.
Y hecha esta breve presentación, quiero narrarles un cuento. Ya saben que si “no nos hacemos como niños no entraréis en el Reino de los cielos” dice el Evangelio.
El cuento se titula “Los anteojos de Dios”. Y cuento lo que le ocurrió a un empresario que acababa de morir y camino del cielo esperaba encontrarse con el Padre Eterno para asistir a su juicio final, un proceso sin trampas y a verdad desnuda. Él no iba nada tranquilo porque en su vida había realizado muy pocas cosas buenas.
Mientras llegaba al cielo iba buscando en su conciencia ansiosamente aquellos recuerdos de cosas valiosas que hizo en su vida, pero pesaban mucho sus años de explotador y usurero. Había encontrado en sus bolsillos alguna carta de personas a las que había tratado de ayudar para presentarlas a Dios, como créditos de sus pocas buenas obras. Llegó por fin a la entrada principal, muy preocupado, no lo podía disimular. Se acercó despacio y le extrañó mucho ver que allí no había cola para entrar ni había nadie en las salas de espera. Pensó: «O aquí vienen muy pocos clientes o les hacen entrar enseguida…»
Avanzó más adentro y su desconcierto todavía fue mayor al ver que todas las puertas estaban abiertas y no había nadie para vigilarlas. Golpeó la puerta con el puño. Nadie contestó. Dio una palmada y nadie salió a su encuentro. Miró hacia dentro y quedó maravillado de lo hermosa que era aquella mansión, pero allí no se veían ni ángeles ni santos ni doncellas vestidas de luz. Se animó un poco más y avanzó hasta llegar a unas puertas acristaladas. Y nada. Se encontró perfectamente en el mismo centro del paraíso sin que nadie se lo impidiera. «¡Aquí todos deben ser gente honrada! ¡Mira que dejar la puerta abierta y sin nadie que vigile…!»
Poco a poco fue perdiendo el miedo y fascinado por lo que veía se fue adentrando en los patios de la gloria. Aquello era precioso. Como para pasarse una eternidad mirando el mismo lugar. De pronto, se encontró entre algo que tenía que ser el despacho de alguien muy importante. Sin duda era la oficina de Dios. Por supuesto que también estaba abierta de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar; pero en el cielo todo termina por inspirar confianza, así que penetró en la sala y se acercó al escritorio, una mesa espléndida. Sobre ella había unos anteojos, que él comprendió debían ser los anteojos de Dios. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación de echar una miradita hacia la tierra con aquellos anteojos. Fue ponérselos y caer en éxtasis. «¡Qué maravilla! Si desde aquí, con estas gafas veo toda la Tierra…»
Con aquellos anteojos se lograba ver toda la realidad profunda de las cosas sin la menor dificultad, las intenciones de las personas, las razones y sin razones de los políticos, los sufrimientos de los pobres, las tentaciones de los hombres y de las mujeres… Todo estaba patente ante sus ojos. Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de buscar desde allá arriba a su socio, que sin duda estaría en la empresa donde ambos trabajaban; una especie de financiera, desde donde ejercían la usura y hasta el robo, en muchas ocasiones.
No le resultó difícil localizarlo, pero le sorprendió en un mal momento. En ese preciso instante, su colega, estaba estafando a una pobre anciana que había ido a colocar sus ahorros en aquella empresa, en un fondo de pensiones que no era sino «un camelo». A nuestro amigo, al ver la cochinada que su socio estaba haciendo le subió al corazón un profundo deseo de justicia. En la tierra nunca había experimentado tal sentimiento. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente ese deseo de justicia que, sin pensar en otra cosa, buscó a tientas algo debajo de la mesa para lanzárselo a su amigo (el banquillo donde Dios apoyaba los pies), con tan buena puntería que el banquillo fue a parar a la cabeza de su socio, dejándole tumbado allí mismo.
En ese momento nuestro hombre oyó tras de sí unos pasos. Sin duda era Dios. Se volvió y en efecto, se encontró cara a cara con el Padre Eterno.
– «¿Qué haces aquí hijo?».
– «Pues… pu… pu… la puerta estaba abierta y he entrado…»
– «Bien, bien, bien, pero sin duda podrás explicarme dónde está el banquillo en que yo apoyo mis pies cuando estoy sentado en mi mesa de trabajo».
Reconfortado por la mirada y el tono de voz de Dios fue recuperando la serenidad.
– «Bueno, pues, yo he entrado en este despacho hace un momento, he visto los anteojos sobre la mesa y he caído en la curiosidad de ponérmelos y he echado una miradita al mundo».
– «Si, sí, todo eso está muy bien; estás siendo muy sincero conmigo, pero yo quisiera saber qué has hecho de mi banquillo».
– «Mira, Señor, al ponerme tus anteojos he visto todo con gran claridad y he visto a mi socio. ¿Sabes, Señor?, estaba engañando a una pobre anciana, haciendo un negocio que era un engaño y me he dejado llevar por la indignación; y claro, lo primero que he encontrado a mano ha sido tu banquillo y se lo he tirado a la cabeza. Lo he dejado KO, Señor. Es que no hay derecho. Era una injusticia.
– «Imagínate que yo, cada vez que veo una injusticia en la tierra comienzo a lanzar banquillos a la cabeza de los hombres; no sé los que quedarían ahora.»
– «Perdóname, Señor, he sido muy impulsivo, lo sé…»
– » Sí, claro. Estuvo bien que te pusieses mis anteojos, hijo, pero para mirar la tierra y a los hombres te olvidaste de una cosa, ponerte también mi corazón. La próxima vez que te sientas indignado ante algo que los demás hacen mal, no te olvides, ponte también mi corazón de Padre y recuerda: sólo tiene derecho a juzgar el que tiene el poder de salvar. Vuelve ahora a la tierra y te doy otros cinco años para que practiques lo que esta tarde aquí has llegado a comprender…»
Y nuestro amigo, en ese momento se despertó, mojado en sudor, observando que por la ventana entreabierta de su dormitorio entraba un espléndido sol.
¿Por qué he querido empezar contando este cuento? Porque creo que el autor del libro, Juanmari Laboa, buen escritor e historiador, ha cogido los anteojos para ver la verdadera historia de Pablo VI, pero lo ha hecho con los ojos del corazón.
Nos presenta a uno de los Papas que le tocó vivir el Concilio que no convocó, pero que asumió con gran responsabilidad, que tuvo que empezar a aplicarlo con gran euforia por parte de algunos y con grandes miedos y resistencias por parte de otros. Y en esa época post conciliar hay que añadir la relación de este Papa con el episcopado español y la sociedad, incluido el Gobierno de aquel momento.
La percepción de la figura del papa Pablo VI pudo quedar afectada en nuestro país por estereotipos contrastantes difundidos por el estamento dominante socio-político y eclesial del momento. Para los que ansiaban una implementación subitánea del concilio realizada por una Iglesia popular, desligada del poder político, aliada de las ansias de libertad frente a las postreras resistencias de una dictadura que pretendía perpetuarse más allá de toda lógica, quizá percibieron la prudencia del papa Montini como un titubeo movido por la timidez o una falta resolución de matriz conservadora. Mientras que la prensa del régimen lo presentaba como un enemigo de España por su resolutiva actitud frente a algunas disposiciones contrarias al Estado de Derecho.
Sin embargo, el curso de la historia y una aproximación más objetiva a su extraordinaria talla moral, pastoral y social nos entregan la figura progresivamente engrandecida de su finura interior, de su rica personalidad, de su inquebrantable espiritualidad, de su apertura intelectual, de su gran sentido evangélico, abierto al diálogo con un mundo en rápida transformación y con un gran empuje apostólico y misionero.
Y es muy interesante ver cómo el papa Francisco nos hace redescubrir el valor y las ideas de este gran Papa del siglo XX. Y su pensamiento sigue vigente y nos sigue animando a muchos cristianos de nuestro mundo actual, en pleno siglo XXI.
El fuerte conservadurismo de la Iglesia española de aquellos momentos, se vio acentuado por su compenetración con el régimen de Franco. Pablo VI, en sus largos años de Sustituto de Estado en el Vaticano que había tratado a los obispos españoles y a los representantes del Régimen de Franco, era consciente de la politización del catolicismo español, y estaba convencido de que la Iglesia española debía renovarse y liberarse de ataduras políticas tradicionales. Pablo VI, el Nuncio Mons. Dadaglio, el Card. Don Vicente Enrique Tarancón, Mons. Elías Yanes y Don Fernando Sebastián son cinco nombres imprescindibles en un estudio y reflexión sobre la historia eclesiástica española en esos decenios en los que la sociedad española abandona inequívocamente el siglo XIX y se encuadra en el mundo moderno. El elemento aglutinador fue el Concilio Vaticano II que renovó la teología, la imagen de la Iglesia, el modo de sentir, creer y vivir el cristianismo, purificando la fe de los creyentes. Fueron años apasionantes, difíciles y dolorosos en muchos momentos.
El cambio de actitud que el Concilio y los documentos de la Conferencia Episcopal renovada por Pablo VI imprimieron en muchos católicos españoles tuvieron como consecuencia el aumento de credibilidad de la Iglesia para anunciar a Dios como Padre de todos, pero al mismo tiempo disminuyeron la influencia y el poder de esta Iglesia en determinados ambientes e instituciones fundamentalmente políticas. No resultó fácil la clarificación. La Iglesia española resistió la tentación, presente en otros modelos democráticos occidentales, como el alemán y el italiano, que optaron en la postguerra por cooptar el voto católico en partidos “casiconfesionales”. El tiempo ha validado aquella intuición que dejó a la Iglesia española más libre e independiente, a la vez que la alejó de aquella acrimonia antireligiosa que marcó la historia sociopolítica española del XIX y de la primera mitad del siglo XX. Aunque la falta de formación socio-política del laicado español y la relativización moral de la secularización religiosa posterior hizo más débil su presencia en la “cosa pública”.
Los católicos colaboraron eficazmente en la llegada de la democracia, pero las relaciones entre la Iglesia y el Estado han resultado desde entonces complicadas y discontinuas. Los católicos votaron en todos los partidos, pero, a penas, influyeron en sus políticas. ¿Falta de formación, de información? ¿Reflejos lentos, ausencia de tejido asociativo capaz de encauzar sus exigencias? Por otra parte, dentro de la comunidad eclesial ha faltado, a menudo, una clarificación y reforzamiento de la identidad propia de los católicos en el terreno propiamente religioso y moral, reafirmando su propia autonomía histórica institucional, doctrinal y vital. No faltaron documentos importantes episcopales como “Cristianos en la vida pública”, “Testigos del Dios vivo” o “La verdad os hará libres” que no fueron suficientemente asimilados. Esta situación confirmó a una parte más conservadora de los creyentes que el cambio posconciliar no había sido el adecuado y facilitó un cambio de orientación de la Iglesia española en los años ochenta. Ha sido una historia complicada que ha dificultado la comunión intraeclesial, pero, de hecho, no ha impedido una importante recepción del Vaticano II por parte de los católicos españoles.
El prólogo de Fernando Sebastián recoge espléndidamente las ideas y el significado de esta obra.
Felicito a Juan Mari por este libro que ahora presentamos. Ha hecho un buen trabajo y creo que lo ha hecho con los anteojos de Dios y con el corazón lleno de ternura hacia este Papa aparentemente frágil, pero de gran talla humana y espiritual.
Te escuchamos con atención, querido Juan Mari.
† Cardenal Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona