Discurso de Mons. Juan José Omella en el Parlament de Catalunya

DISCURSO AL PARLAMENT DE CATALUNYA

6 DE JUNIO DE 2016

Estimados parlamentarios:

Es una satisfacción para mí poder compartir con ustedes un ratito esta tarde en el Parlament de Catalunya, por su significado: lugar de ejercicio de la democracia y de la voluntad popular, edificio que recoge tantos momentos de la historia de Catalunya y lugar privilegiado donde hoy un Arzobispo de la Diócesis de Barcelona tiene la oportunidad de encontrarse con hombres y mujeres tan experimentados en la política y tan unidos a esta tierra por sus ideas, sus convicciones y sobre todo por el amor y entrega generosa a la gente.

¡Quisiera empezar con un saludo a todos y cada uno de ustedes! Son, o han sido, los responsables legítimos que se ocupan cada día de la construcción de la Ciudad del Hombre según el derecho y la justicia. Por ello, a modo de saludo, quiero hacer mías las palabras de Benedicto XVI: “La ciudad del hombre no se promueve solo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión”.

Desafortunadamente, la política en nuestro país se nos presenta con demasiada frecuencia como una lucha entre intereses contrapuestos. Muchas veces las frases llamativas y los eslóganes dan pie a un sensacionalismo recogido por la sociedad y ampliado por los medios de comunicación.

Este querer estar cada día en los medios, nos conduce muchas veces a un comunicar sin sentido. Lo que prima hoy en día son las frases llamativas, los ataques extremos, la falta de sosiego, la ausencia muchas veces de la reflexión. La urgencia se impone a la mirada sensata, sosegada, que busca el bien a medio y largo plazo, y no la respuesta cortoplacista.

Soy consciente de las grandes dificultades que comporta, a nivel político, la construcción de una sociedad más justa, más equitativa y más libre. Ustedes están llamados a actuar como garantes de la libertad humana. Lo decía ya Pablo VI: “Solo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano, solo en un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada”. Pero una libertad que no es un fin en sí misma, sino un medio hacia el amor, hacia el bien. Una libertad que respeta a la verdad.

La Iglesia invita a los actores políticos a comprometerse a trabajar por el bien de la persona humana, protegiendo especialmente a los más débiles y vulnerables, buscando siempre la consecución del bien común desde una conciencia moral formada a la luz del mensaje de Jesucristo.

Ustedes son unos privilegiados, ejercen una altísima vocación. Sí, así lo ha manifestado el Papa Francisco en Evangelii Gaudium: “La política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque buscan el bien común… (ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pueblos)” (EG 205).

Todos nosotros estamos llamados a dejarnos guiar por nuestra conciencia más profunda y a formarla rectamente. Ello nos faculta para caminar con libertad respecto a los lobbies, a las presiones de los medios de comunicación, o hasta las exigencias, a veces poco éticas, que pueden provenir de algunos dirigentes de los partidos políticos.

La fidelidad a nuestra conciencia rectamente formada que busca la verdad y el bien común, debería ayudarnos también a transformar el partido político al que pertenecemos. Estamos llamados a unir nuestros principios, nuestros valores, nuestra propia preferencia política para construir una sociedad donde por encima de todo prevalezcan la verdad, el amor y la dignidad de toda persona humana. Esta actividad requiere poner a la persona en el centro de nuestro pensamiento y de nuestras acciones. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón.

Me gustaría recordarles una frase de Benedicto XVI en su encíclica Caritas In Veritate: “el desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral.”

Nosotros los Obispos y todo el Pueblo de Dios tenemos la responsabilidad de ayudar a las personas a alcanzar una formación recta y responsable de la conciencia para, de este modo, contribuir a que las decisiones, entre las cuales se encuentran también las decisiones políticas, sean tomadas libremente a luz de la conciencia y buscando siempre el bien común.

En este sentido se pronunció Benedicto XVI en Deus Caritas Est: “La Iglesia… quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con los intereses personales… la Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado, pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia (28).

Es por ello que la Iglesia invita a los católicos a que se involucren activamente en la vida política: participando en los distintos partidos políticos, trabajando en la función pública, participando activamente en iniciativas sociales. Todo ello a la luz del Evangelio y sostenidos por la oración personal para discernir los caminos de Dios.

¿Cómo puede la Iglesia contribuir a edificar una sociedad más justa?

El Papa Francisco en EG nos recuerda que para avanzar en la construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay cuatro principios que brotan de los grandes postulados de la doctrina social de la Iglesia (EG 221).

Estos principios o puntos de la Doctrina Social de la Iglesia son: la dignidad de la persona humana, la subsidiaridad, el bien común y la solidaridad.

Primero: La dignidad de la persona humana

La dignidad de la persona humana es el fundamento de toda sociedad. Esto comporta respetar a toda persona humana en todas las etapas de la vida, desde su concepción hasta la muerte natural. Así como también oponernos a la tortura, la guerra injusta, los ataques indiscriminados, al racismo, a la trata de personas, al maltrato a la mujer, a la desprotección de los niños. Sin olvidar también la exigencia de luchar contra la pobreza y todos los sufrimientos derivados de ella.

Este respeto a la dignidad de las personas, exige también oponernos a una cultura del éxito que lleva consigo una dinámica de utilizar al ser humano como un objeto, como un instrumento, en lugar de considerarlo como un fin en sí mismo, portador de una gran dignidad: ser imagen de Dios y hermano nuestro.

Segundo: Subsidiaridad

El Estado está al servicio de la persona y no la persona al servicio del Estado. El Estado está llamado a intervenir cuando la dignidad de la persona está en riesgo.

La persona humana es un ser relacional. El desarrollo humano pleno siempre se lleva a cabo en relación con los otros, iniciándose en la familia como primera y fundamental célula de la sociedad, lugar de relación entre los esposos y de éstos con los hijos.

Por tanto, la protección de la persona que es un deber del Estado se concreta en la defensa y protección de la familia. Es necesaria una buena y firme política de apoyo a las familias. Este es un tema muy pendiente en nuestras políticas. No dejemos que las ideologías emergentes se impongan en detrimento de la familia y por ende de la sociedad. Muchos estados en Europa están apostando por la defensa y apoyo de la familia, lo cual nos alegra enormemente. Todos somos conscientes, por ejemplo, de la gran labor que han hecho las familias para reducir el impacto de la crisis económica en nuestra sociedad.

Y no podemos olvidar que la familia es la primera instancia responsable de la educación de los hijos. Corresponde al Estado, a la sociedad, a la escuela y a los maestros colaborar con los padres en esta tarea.

El principio de subsidiariedad establece un contrapunto a las tendencias totalitarias de los Estados y permite un justo equilibrio entre la esfera pública y la privada; reclama del Estado el aprecio y apoyo a las organizaciones intermedias y el fomento de su participación en la vida social. Pero nunca será un pretexto para descargar sobre ellas sus obligaciones eludiendo las responsabilidades que al Estado le son propias.

Tercero: El bien común

Hablar del bien común es hablar del desarrollo y la plenitud de toda persona humana.

Por bien común entendemos: “Promover el desarrollo de todo ser humano en todas sus dimensiones y de una manera tal que ninguna persona quede excluida de este desarrollo integral”.

La índole social y relacional del ser humano comporta que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la sociedad estén mutuamente condicionados.

Nuestras políticas han de perseguir el Bien Común, esto es, poner los medios para que toda persona y toda asociación de personas puedan alcanzar la perfección y la plenitud a la que están llamados.

Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado y a fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa.

Una de las consecuencias de promover el bien común es no sólo el derecho al trabajo, sino a un trabajo que dignifique a la persona, que le permita llegar a ser a lo que está llamada a ser, que le faculte a crear una familia y a sostener a unos hijos. Hoy, es más que nunca necesario, asegurar un trabajo digno.

El trabajo como dice el Papa Francisco “debe ser el ámbito de un múltiple desarrollo personal, donde se ponen en juego muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás…., y este derecho se hace hoy sangrante en nuestros jóvenes en paro.

No se puede desligar al ser humano de la creación. No se puede promover la dignidad humana sin la defensa “de nuestra casa común”.

No podemos taparnos los ojos ni los oídos ante el devenir de nuestro planeta. Es un ser vivo al que hemos de cuidar y proteger. El Papa Francisco no deja de poner el dedo en la llaga al alertarnos de la profunda “deuda ecológica” que estamos asumiendo (51). Evitemos, por favor, toda tentación de mirar hacia otro lado.                

Es necesario plantear estilos de vida alternativos para que las necesidades del presente no pongan en peligro la capacidad de las futuras generaciones. Tenemos la obligación moral de proteger el planeta en el que vivimos, de respetar la creación de Dios y de asegurar un ambiente confortable y seguro para los humanos, especialmente para todos los niños en las etapas más vulnerables de su desarrollo. Hoy más que nunca, es urgente avanzar hacia una conversión ecológica.

Cuarto: La solidaridad (la fraternidad)

El ritmo de vida que llevamos, las preocupaciones que nos acechan, una búsqueda desmesurada del placer, nos pueden conducir a caer en la indiferencia.

No sucumbamos a la dictadura de la indiferencia. No, por favor. Apostemos por la misericordia. Sí, la misericordia es acercar nuestro corazón, nuestro yo más profundo, a la miseria que nos rodea. La misericordia nos aleja de toda indiferencia.

El Papa nos ha invitado a vivir el año de la Misericordia, es decir, nos está llamando a recuperar un rasgo que nos define como seres humanos creados a imagen de Dios: ser compasivos, vivir atentos a las necesidades de nuestros hermanos.

¿Somos conscientes de cómo casi todo en nosotros es un don? ¿Somos conscientes de que casi todo de lo que somos nos viene regalado? Y si nos viene regalado, quiere decir que no somos dueños, sino administradores. ¿Cómo queremos administrar lo que hemos recibido? ¿Con qué fin?

¿Por qué no se lo preguntamos al Creador? La oración más significativa de todos los cristianos es el Padrenuestro. Y fíjense que no dice “Padre mío”, sino “Padre nuestro”. Si tenemos un único y mismo padre, quiere decir, en consecuencia, que todos somos hermanos.

De ahí nace el ideal cristiano de la fraternidad, que provoca como respuesta la solidaridad. “¿Qué es de tu hermano?”, le pregunta Dios a Caín… “Acaso soy yo responsable de mi hermano”. Hoy, esta tarde, Dios nos pregunta a cada uno de nosotros: ¿Qué es de tu hermano? ¿Vives atento a él?

¡Amar al prójimo tiene dimensiones globales! Requiere pensarnos como una sola familia humana, con independencia de las diferencias raciales y étnicas, de las diferencias nacionales, de las diferencias ideológicas o económicas, pensando que somos cuidadores de todos nuestros hermanos en cualquier lugar en que se hallen. La solidaridad implica también la acogida del forastero: desde el inmigrante que busca trabajo, hasta los vecinos cercanos en busca de empleo u oportunidad. Esta acogida es la que nos debería hacer siempre “portadores del evangelio”, y como tales “constructores de la paz al buscar la justicia en este mundo dañado por la violencia” y los conflictos.

En el marco de esta llamada a la solidaridad, debemos anteponer nuestra opción preferencial por los pobres, ya que ellos, al ser los más débiles y vulnerables de nuestra sociedad, merecen ser objeto de una atención preferente. Sí, nuestros hermanos más frágiles necesitan de una respuesta conjunta por parte de la política, la sociedad y la Iglesia.

Y, en este sentido, les invito a no olvidar nunca que, como nos recuerda San Juan de la Cruz: «Al final de la vida seremos juzgados en el amor”.

RESUMIENDO

Estos cuatro principios que emanan de la Doctrina Social de la Iglesia y que dignifican a la persona humana, están por encima de los colores políticos (encajan tanto en la derecha, como en el centro o en la izquierda) y de las corrientes de pensamiento (conservadores, liberales, progresistas).

Estos principios no pertenecen a ningún partido político particular, no son sectarios, sino que son comunes a todos los hombres y mujeres del planeta.

Mi propuesta hoy, desde lo más profundo y humilde de mi corazón, es que entre todos construyamos un mundo y una sociedad donde la vida y la dignidad humanas sean respetadas y donde prevalezcan la justicia y la paz.

La Iglesia también participa activamente para conseguir este objetivo. La Iglesia es de todos y para todos.

Por todo ello, deseo que continúe el dialogo con los líderes políticos y podamos encontrar juntos la manera de contribuir al bien común de nuestra sociedad. Y todo ello, enraizados en nuestra cultura, sirviendo de tal modo que los valores del Evangelio, sobre los que se ha edificado esta tierra, sean fuente de felicidad para todos los hombres y mujeres.

La Iglesia no busca privilegios sino que tiende la mano para contribuir en la construcción de una sociedad más libre, democrática, justa y en paz. Todos juntos podemos más que por separado. Es importante no excluir a nadie, a ninguna institución, en este digno y hermoso trabajo.

Ustedes, como personas que han tenido parte activa en la vida pública y desde la gran experiencia adquirida, pueden ayudar a quienes están ejerciendo cargos públicos en estos momentos.

Y una pregunta que debemos hacernos todos es la siguiente: ¿Qué hemos hecho mal para que los jóvenes tengan recelos o, incluso más, rechacen a los partidos políticos que han tenido más incidencia en la vida pública –y lo mismo diría de la Iglesia, que tanto ha hecho por la sociedad y por los pobres–, y quieran mantenerse al margen de los partidos políticos y de la Iglesia o busquen alternativas que no sabemos a dónde pueden llevarnos?

Hagamos un examen de conciencia, busquemos correcciones en nuestra manera de actuar, miremos a largo plazo (más allá de las elecciones), tratemos de huir de una búsqueda desaforada del poder y del dinero y tratemos de ponernos en la vía del servicio a los más pobres y desprotegidos, pidiendo siempre la ayuda de Dios, que no abandona nunca a su pueblo.

Muchas gracias por su atención. Que Dios les bendiga a todos.