Homilía del cardenal Omella en la Misa por los difuntos en el tiempo de confinamiento
Recupera las palabras del arzobispo de Barcelona durante la Eucaristía celebrada el domingo 26 de julio de 2020 en la basílica de la Sagrada Família

Queridos hermanos y hermanas:
Leemos en libro del Profeta Jeremías: “¡Escuchad! En Ramá se oyen lamentos, llantos de amargura: es Raquel que llora a sus hijos; no quiere ser consolada, porque ya no existen” (Jr 31,15).
¿No es acaso este mismo lamento el que hemos oído, y oímos todavía, ante el doloroso acontecimiento de la muerte de tantas personas durante el tiempo de confinamiento provocado por la Covid-19? Y detrás de este llanto se ahogan en la garganta varias preguntas: ¿Por qué este dolor? ¿No podíamos haber evitado los efectos de esta pandemia? ¿Dónde estaba Dios en esos momentos de angustia y de dolor?
La Iglesia hace suyo el dolor, el sufrimiento de los familiares de los difuntos y quiere pedir a Dios, Padre de misericordia, por todos los muertos, no solo por el coronavirus, sino también por los que han muerto por otras causas y que, durante el tiempo de confinamiento, no han podido recibir la despedida merecida. Hoy los recordamos a todos, creyentes o no, nacidos aquí o venidos de otros lugares. Nos sentimos hermanos de todos y compartimos el dolor de todos sus familiares y amigos.
Nos duele profundamente el dolor que les ha provocado no solo la muerte, sino también las condiciones de su partida, lejos de sus familiares y amigos, sin poder conversar, sin poder despedirse de ellos. Oremos por todos ellos y por sus familiares. Y lo hacemos también recordando, especialmente, a las personas mayores en este día de san Joaquín y santa Ana, en el que celebramos la fiesta de sus patrones y protectores.
Hoy, recordamos a muchos abuelos y abuelas que han muerto en las residencias y rogamos también por todos los que aún están en esos hogares de ancianos. Queridos hermanos mayores, no queremos olvidarnos de vosotros. Sois el gran regalo de una vida entregada para hacer una sociedad más desarrollada, más humana, más buena y más fraterna.
Seguid, por favor, compartiendo con nosotros vuestra sabiduría y vuestra experiencia vital, especialmente en estos momentos de crisis económica y social. Vosotros que habéis pasado por tantas situaciones difíciles podéis ser nuestros grandes consejeros. Que Dios os bendiga y que todos os sepamos agradecer todo el bien que habéis hecho y seguís haciendo por nosotros.
A la luz de todo lo vivido durante estos meses, permitidme que comparta con vosotros un par de certezas que, en medio del dolor, son fuente de esperanza y de consuelo.
Dios nunca abandona a sus hijos. Esta es la primera certeza que llena de esperanza nuestras vidas y de consuelo nuestro sufrimiento. La solidaridad de tantas personas implicadas en ayudar a las víctimas de la pandemia es el signo sencillo y palpable de la cercanía de Dios. Damos gracias porque hay en nuestra sociedad una gran reserva de humanidad y de caridad, de acción solidaria. Gracias a todos los que habéis vivido esos momentos de incertidumbre y de dolor dando lo mejor de vosotros mismos.
Os damos las gracias, a vosotros, sanitarios, farmacéuticos, empresarios, instituciones civiles, militares, religiosos y religiosas, empresarios, organizaciones sociales y caritativas, personas de a pie que con vuestra generosa entrega habéis hecho lo posible por paliar el dolor de tanta gente.
Dios no es indiferente a nuestro dolor. Él ha querido compartirlo con nosotros. Sí, Dios hecho hombre no se ahorró el dolor de la soledad ni el sufrimiento de una muerte injusta e inmerecida en Cruz. Y, precisamente, allí, en la Cruz, empieza a brotar la esperanza: tres días después, salió victorioso del sepulcro, resucitó y nos indicó el camino que lleva a una vida sin fin, siendo felices para siempre. La pandemia ha puesto ante nuestra mirada la pregunta por el más allá. Nos ha recordado que estamos de paso y que nos espera una tierra nueva, la del cielo. Para ello es necesario decir sí al Señor, vivir en clave de amor y ponernos en sus manos.
Permitidme compartir con vosotros una segunda certeza que recibimos de la fe: La muerte es el paso desconocido que hemos de cruzar para pasar a la vida plena en Dios y el tránsito para el reencuentro con nuestros hermanos que nos han precedido.
Nos dice bellamente la Biblia, la Palabra de Dios, en el libro de la Sabiduría: «Las almas de los buenos están en manos de Dios… Los insensatos… consideran su muerte como una desgracia… pero los buenos están en paz. Aunque a los ojos de los hombres parecían castigados, abrigaban la esperanza de su inmortalidad. Después de corregirlos con moderación, recibirán grandes beneficios, porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de Él» (Sb 3,1-9). «Dios no hizo la muerte ni se alegra destruyendo a los seres vivientes. Todo lo creó para que existiera; … la muerte no reina en la tierra, porque el justo es inmortal» (Sb 1,13-15).
Y nos dice Jesús, el Hijo de Dios, antes de resucitar a Lázaro enterrado en Betania: «Yo soy la Resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» Y añade con gran delicadeza: «¿Crees eso?» (Jn 11, 25-26).
Ahora, aquí, en esta bellísima Basílica de la Sagrada Familia, estamos ofreciendo a nuestros difuntos el mejor regalo que podrían recibir: nuestra oración y acción de gracias por todos y cada uno de ellos. Es precisamente en la celebración de la Eucaristía por su eterno descanso cuando oramos por ellos a Dios para que los acoja en su Reino, pedimos también perdón por sus fragilidades y pecados, y damos gracias a Dios por sus vidas y por su misericordia y bondad para con ellos.
No son momentos para perder el tiempo en discusiones inútiles, para buscar culpables, para aumentar la división. Son tiempos para tender las manos, para acariciar, para perdonar, para acompañar, para caminar juntos y tratar de evitar más sufrimientos, para hacer frente todos juntos a la crisis social y económica que se nos avecina. Son tiempos de perdón y de mirar al futuro aprendiendo de los errores.
Pero eso solamente lo lograremos si abrimos nuestros corazones a Cristo, el Hijo de Dios, que pasó por el trance de la condena injusta, de una crucifixión ignominiosa, pero que aun así abrió y continúa abriendo los brazos para acoger a todos, para liberar a todos, para salvar a todos como lo hizo con el Buen ladrón en la Cruz.
Hermanos y hermanas que hoy participáis en esta Eucaristía aquí y desde casa a través de 8TV y de 13 TV, ojalá que esta experiencia vivida sea también una oportunidad para crecer en el camino espiritual.
Ojalá que esta Eucaristía celebrada aquí en la Basílica de la Sagrada Familia nos ayude a reavivar nuestra fe en la vida eterna. Tenemos ansias de eternidad. Dios nos hizo para Él y nuestro corazón anda inquieto hasta que no descanse en Él. Por eso, entiendo bien lo que expresa uno de los principales intelectuales de la primera mitad del siglo XX. Me refiero al jesuita, paleontólogo y filósofo francés Pierre Teilhard de Chardin:
No te inquietes por las dificultades de la vida,
por sus altibajos, por sus decepciones,
por su futuro más o menos sombrío.
Desea aquello que Dios desea.
Ofrécele en medio de inquietudes y dificultades
el sacrificio de tu alma sencilla que, pese a todo,
acepta los designios de su providencia.
Él llegará hasta ti, aunque no le veas nunca.
Piensa que te encuentras en sus manos,
más fuertemente sostenido,
cuando más decaído y triste te encuentres.
Vive feliz. Te lo suplico.
Vive en paz.
Que nada te turbe.
Ni el cansancio psíquico. Ni tus fallos morales.
Conserva siempre sobre tu rostro, una dulce sonrisa,
reflejo de aquello que el Señor continuamente te dirige.
Y en el fondo de tu alma coloca,
como fuente de energía y criterio de verdad,
todo aquello que te llene de la paz de Dios.
Recuerda:
Todo aquello que te reprima e inquiete es falso.
Por eso, cuando te sientas afligido, triste:
adora y confía.
[Teilhard de Chardin]
Deseo que podamos hacer nuestros estos bellos consejos y que esta Eucaristía nos ayude a meditar, a la luz del Evangelio y bajo la inspiración del Espíritu Santo, todo lo que estamos viviendo en este tiempo de pandemia. De este modo podrá obrarse en nosotros una transformación interior que se concrete en una mayor implicación por la construcción de un mundo más humano, más justo, más fraterno y más abierto a Dios. Que la Virgen de la Merced, patrona de Barcelona, interceda por nosotros. Amén.
† Card. Juan J. Omella
Arzobispo de Barcelona