No han muerto en vano (I): Jesús y las muertes en el Mediterráneo

Unas imágenes terribles nos han golpeado de nuevo. La Guardia Costera italiana ha emitido un vídeo en el que se muestran algunos cadáveres en el fondo del mar, entre ellos los de una madre y su hijito, la mujer aún está con el gesto de abrazarlo. Provenían de un barco que se hundió delante de la isla de Lampedusa, el pasado 7 de octubre: de las 52 personas que iban a bordo, solo se salvaron 22. ¿Hasta cuándo, señor, seguiremos haciendo como si nada pasara? ¿Es que su grito no te llega? ¿No puedes enviar un nuevo Moisés que haga entrar en razón a quien tiene un poder real para cambiar la situación? Estas y otras preguntas hechas plegaria de bien, se han elevado estos días, buscando una respuesta delante del sin sentido, del horror y también del sentimiento de impotencia, y quizás de culpa. Y nos ha hecho evocar otra imagen icónica de este verano, solidariamente unidas las dos en el mismo drama, aunque en otro sitio geográfico: la de la pequeña salvadoreña abrazada a su padre, ahogados en el Río Bravo cuando intentaban accedes desde Méjico a los Estados Unidos, huyendo de la violencia de su país de origen.
Desde una mirada creyente, estos muertos no han sido en vano. Las imágenes de este verano son muy potentes: existe lo mismo sobre las aguas del mar – o del río- que en el fondo, como si nuestras sombras personales colectivas flotasen en la superficie para recordarnos que esto no puede continuar. Es así, como si se nos estuviera dando una nueva oportunidad para preguntarnos en qué nos hemos de convertir.
En el fondo de todos los corazones humanos –también en el fondo de nuestro mar del horror- vive esta Presencia que nos acoge y sostiene a todos, posibilitando nuestra existencia. Y el Cristo Resucitado, adéntrate, está en todos sitios, lo abraza todo con su Amor, su Misericordia- Compasión y su Perdón. Sí, ellos han perdido la vida buscando una vida mayor y nos la dan, en Jesús el Cristo, Vida; nos salvan y salvan nuestro mundo tan convulso y lleno de injusticias. Del mismo modo, ponen en valor las pequeñas y grandes acciones que en todo el mundo son portadores de solidaridad, de esperanza, y que nos dicen que no todo está perdido. Visto en perspectiva, su muerte y todo el dolor que lo acompaña, y estas acciones que humanizan y nos hacen avanzar como humanidad porque nos abren la consciencia para ver qué no es aceptable. Misterio a contemplar, nunca enigma a descifrar.
Las líneas que siguen a continuación quieren resumir lo más esencial del Magisterio Social de la Iglesia sobre los Migrantes y refugiados para ayudar a discernir nuestras acciones como seguidores de Jesús.
La luz del Evangelio
El Magisterio Social de la Iglesia, y más en concreto, la Doctrina Social de la Iglesia nos alumbra a los creyentes cristianos católicos – y a todos aquellos que se sientan interpelados por esta manera de hacer- que cuando busquemos situarnos con la coherencia delante de esta realidad y nos puede ayudar a discernir desde dónde y cómo hacer fructificar los dones que hemos recibido de Dios, aplicados a esta crisis humanitaria.
Cuando hablamos de la Iglesia, hemos de evitar pensar solo en la Iglesia institucional, en su jerarquía. El Concilio Vaticano II fue un punto de inflexión en su auto compasión: la Iglesia somos todos los creyentes católicos (universales) como Pueblo de Dios en camino desde las diferentes realidades geográficas y culturales, abiertas y en dialogo con el mundo y atravesado por sus mismas tensiones y pluralismos. Así mismo, hemos de tener claro que este Magisterio nos ofrece unas enseñanzas que tienen su raíz en la Biblia y ayudan a vivir en y desde Jesús a quien confesamos el Dios que adopta carne humana. Nos invita a vivir nuestra libre pertinencia a Cristo donde quiera que estemos: nuestra vida personal, familiar, profesional es el sitio por excelencia donde podemos buscar y encontrar a Dios y donde Él viene a nuestro encuentro.
La Iglesia contempla las migraciones desde su propia visión del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26) y, por tanto, poseedor de una dignidad inalienable, independientemente de su situación moral y legal. Son seres humanos iguales que nosotros y la Iglesia los acoge a todos, como madre, haciendo misericordia en acción y acogida compasiva y contemplando en el rostro de los emigrantes y desplazados el rostro de Cristo, el que una vez dijo “fui forastero, y me acogisteis” (Mt 25,35). (cf. Documento Acoger Cristo en los refugiados y en los desplazados forzosos, EMCG, Ciudad del Vaticano 2013, n12).
El Evangelio es muy claro: el otro, sobretodo el más débil y necesitado, siempre es una prioridad para un seguidor de Jesús, porque es en el prójimo, donde encontraréis a Dios. Este es el núcleo fundamental de la fe cristiana, que solo puede vivir una espiritualidad d encarnación. Todo el mundo es llamado, en la medida de sus posibilidades, a encarnar el Cuerpo de Cristo hoy, a través de sus seguidores que prolongan Su Encarnación. Se hace posible, así, una Iglesia Samaritana, en coherencia con el Evangelio.