Homilia del senyor cardenal en la missa en acció de gràcies celebrada al Pontifici Col·legi Espanyol de Sant Josep

Homilia del senyor cardenal en la missa en acció de gràcies celebrada al Pontifici Col·legi Espanyol de Sant Josep

Roma, 30 de juny de 2017

Queridos Señores Cardenales, Arzobispos y Obispos,

Queridos sacerdotes y diáconos,

Queridos familiares y amigos venidos de tantos lugares,

Hermanos todos en el Señor,

En estos momentos en que me embargan tantas emociones, ¿qué puedo decir o deciros? Creo que lo mejor es dejar que hable el corazón. Y eso quiero hacerlo apoyándome en el gran Apóstol Pablo de Tarso, que dice bellamente en una de sus cartas: «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1, 3-4).

Una mirada retrospectiva de mi vida me lleva a gritar desde el fondo de mi corazón: «¡Gracias Padre, Señor del cielo y de la tierra!».

Sí, gracias, porque nunca podía haberme imaginado que el Señor me pediría este ministerio de ser Consejero y posible elector del Papa siendo cardenal de la Iglesia. Es verdad que los caminos del Señor son inescrutables.

Yo que imaginé que mi vida de sacerdote transcurriría toda ella o bien como misionero de África o bien como cura de pueblo en mi tierra de Aragón, resulta que Dios, en su eterna bondad, tenía otros planes para mí: ser Obispo, Arzobispo y ahora Cardenal. Algo que nunca pensé y nunca busqué.

¿Qué le digo al Señor en estos momentos? ¿Cuál es mi oración?

Le digo con toda humildad y confianza: Gracias porque me pensaste desde siempre, porque, desde toda la eternidad, estoy -estamos todos- en tu corazón. Cada cual con una misión, con una vocación particular.

Gracias porque me concediste, a su debido tiempo, nacer a la vida en el seno de una familia. En ella aprendí a abrirme a tu Presencia y a tu Palabra. En ella aprendí a balbucear las palabras: Dios, Padre, Jesucristo, María, hermano… Y a través de ella entré a formar parte de esa gran familia que es la Iglesia, nuestra madre. Esta Iglesia grande y pequeña a la vez, sabia por su gran experiencia y aprendiz (discípula) ante el misterio insondable de Dios del cual es portadora. Esta Iglesia conducida por el Espíritu Santo a través del ministerio del Papa Francisco, y en la que ahora he sido llamado a colaborar como uno de sus consejeros.

Quiero ejercer esta responsabilidad en comunión plena con el Santo Padre, con todos los cardenales y obispos de la Iglesia y unido a todo el pueblo santo de Dios. En esta gran familia que es la Iglesia, he experimentado –como todos vosotros- el gozo de la universalidad y de la comunión: una misma fe, a pesar de las distintas razas, culturas y lenguas.

Gracias, Padre de misericordia, porque a pesar de mi pequeñez, de mis limitaciones y de mis pecados Tú me llamas -nos llamas a cada uno de nosotros- a ser signo de tu misericordia en medio de nuestro mundo: «A ser santos e irreprochables en tu presencia por el amor».

Estamos necesitados de ternura y misericordia. Nuestro mundo necesita manos que consuelen, oídos que escuchen, corazones que amen… «Señor derrama sobre nosotros tu misericordia y danos tu salvación». Haznos expertos en humanidad, en misericordia. Jesucristo, tu Hijo, sol que nace de lo alto, se acerca a nosotros para que experimentemos tu ternura y tu misericordia.

Gracias, Padre nuestro, por este don entrañable: Jesucristo nuestro Salvador:

  «Todo ha sido creado por medio Él y para Él. Todo subsiste por Él y en Él.

  Él es el Alfa y Omega, el principio y el fi n.

 Él es el Señor de la historia.

 Por Él, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria».

Gracias porque Jesús, tu Hijo, nos ha entregado el precioso regalo de la Eucaristía.

«La Iglesia hace la Eucaristía, pero es ella, la Eucaristía, la que hace -constituye- la Iglesia». La Eucaristía es un misterio insondable de amor-entrega-perdón… de donación hasta la muerte: «habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Señor que todos nosotros seamos don –tu don- para los demás. Que seamos Eucaristía para la Iglesia y para la humanidad.

Gracias, Padre Santo, por el regalo del sacerdocio. A través de sacerdotes concretos, con nombre y apellidos, con grandes virtudes y también con imperfecciones y defectos –pues nadie es perfecto ante Ti, (tres veces santo)­ he aprendido a conocerte y a amarte. Algunos están contigo gozando ya de la vida sin fin; otros peregrinan aún por esta tierra siendo testigos de tu Reino.

Sacerdotes compañeros y amigos que me han ayudado en el ministerio, en el discernimiento espiritual, en el sacramento del Perdón.

Gracias, Señor, por la fraternidad sacerdotal.

Gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, por todos los cristianos seglares que he encontrado a lo largo de mi ministerio y con quienes he compartido la hermosa tarea de la evangelización. Cristianos generosos, padres y madres de familias, que han puesto su tiempo, sus cualidades, sus personas a disposición del Reino en los distintos lugares donde he ejercido el ministerio, tanto en pueblos y diócesis de Aragón, como en La Rioja y ahora en Barcelona.

Y quiero hacer mía tu plegaria de alabanza: «Yo te bendigo Padre, Señor de cielo y tierra porque has escondido estas cosas a sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla» (Mt 11, 25).

Me has permitido ver, y te doy las gracias por ello, que el Reino es como un grano de mostaza que está en el corazón de cada persona, crece sin que nosotros sepamos cómo y da hermosos frutos de vida y de esperanza.

Gracias, Padre, Dios de todo consuelo, porque junto a los enfermos y a los que sufren he aprendido que la Cruz es el camino que lleva a la vida; que no hay otro camino para seguir a Cristo, Nuestro Salvador, que «coger la cruz de cada día y seguirla». (Lc 9, 23).

Gracias porque, por medio de la Cruz y del dolor, nos purificas interiormente y nos das acceso al encuentro -en profundidad- con el hermano y al gran encuentro contigo, Dios Salvador.

Gracias, Abbá, Padre, por la vida consagrada: contemplativos, religiosos de vida activa, e institutos seculares. Junto a ellos he aprendido a valorarte a Ti, Dios Nuestro, como el Absoluto de mi vida.

Con su consagración me han enseñado a buscar «el Reino y su justicia» sabiendo que «lo demás se nos dará por añadidura» (Mt 6, 33). Ellos están en el corazón de la Iglesia, «pertenecen a la misma santidad de la Iglesia» (VC, 3).

Nunca sabré agradecerles suficientemente la enseñanza a entrar en «Un silencio cargado de presencia adorada» de manera que evite –evitemos todos- «pensar que las muchas palabras llevan a tener la experiencia de Dios o que el compromiso es una lucha, aunque sea sin amor ni perdón» (OL, 16).

El silencio es camino para encontrarnos a nosotros mismos, para estar cara a cara frente al hermano en auténtica fraternidad y para encontrar a Dios.

Quiero seguir avanzando con todo tu pueblo santo tratando de evangelizar y de ser yo mismo evangelizado –alcanzado por Cristo Jesús-.

Solo te pido, Señor, esta mañana, aquí en esta Capilla del Colegio Español en Roma, junto a la Virgen, Madre de la Iglesia, que sepa –que sepamos- caminar por los senderos de la vida fiándonos siempre y únicamente en tu Palabra. Amén.

+ Cardenal Juan José Omella Omella
Arzobispo metropolitano de Barcelona

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