Sinodalidad e Iglesia universal

Hace 60 años que la Iglesia católica romana celebró un Concilio que, a mi entender, tuvo tres grandes efectos. En primer lugar, una renovación profunda basada en un ir a las raíces bíblicas, que son nuestra base y punto de referencia. En segundo lugar, un aggiornamento, un ponerse al día, un huir de una subcultura eclesial que se mira al ombligo y se cierra en un castillo a fin de defenderse. Y finalmente, requilibrar, poner en su lugar, elementos, costumbres y normativas que a través de los siglos se habían descentrando y distorsionando.
Un mensaje básico y fecundo fue describir a la Iglesia como el “Pueblo de Dios”, como el conjunto de seguidores de Cristo, con diversidad de dones, carismas, ministerios y responsabilidades. Todo bautizado es miembro de pleno derecho del Pueblo de Dios, es un ungido/consagrado, tienen una dignidad y una pertinencia básica común que hermana a todos los cristianos.
La eclesiología de antes del Concilio acostumbraba a representar la Iglesia como una pirámide, donde en la base estaban los laicos y laicas, y por encima de ellos los diferentes grados ministeriales de sacerdotes, obispos y encima de todo el Papa de Roma. El documento sobre la Iglesia invirtió la pirámide: están para servir a todos, no para dominar. El papa Francisco recurre a otra figura geométrica, la del poliedro, donde todos estamos en comunión dentro de la diversidad de carismas, dones y ministerios.
De esta manera de entender la Iglesia, se deriva que ella es constitutivamente “sinodal”. En griego, “sin odos” quiere decir “caminar juntos”, “hacer camino juntos”, compartiendo y discerniendo juntos, con corresponsabilidad.
Todo esto se queda en pura teoría o en buenos deseos si no existen o se crean maneras concretas, instrumentos que lo favorezcan. La preparación que el Papa pide a todos los católicos consiste en detectar donde es más necesario y qué medios se crean para hacerlo posible.