Ricos y pobres: la voz de los Padres (1)

 

Las dimensiones que se nos piden para este artículo solo me permiten realizar un repaso por algunos Padres que hablan sobre los pobres y la riqueza. No nos podemos parar en Clemente de Alejandría y en su ¿Qué rico se puede salvar?. Él tendrá una postura, una respuesta, más del tipo espiritual aunque con críticas fuertes. Piensa que el pobre no solamente es objeto de limosna, sino sujeto de derechos que han sido heridos y a los que es necesario hacer justica. Otros Padres posteriores coincidirán con Clemente: la bondad de los bienes en sí, pero que han sido creados para uso de todos, la igualdad entre todos los Hombres, el deber de compartirlos hasta llegar a hacer desaparecer la condición del pobre.

En su obra El Pedagogo afirma que la realidad es “que Dios ha creado el género humano para la comunión y comunicación” y todo ha sido creado en común para todos “los ricos no pueden pretender más que los otros”; Dios nos ha dado la facultad del uso, pero solo hasta lo necesario, y quiso, por otra parte, que el uso fuera común y es absurdo que uno solo viva entre placeres, mientras que la mayoría viven en la miseria”(1) También lanza palabras firmes contra los que esconden la cosecha y no dan a quien pasa necesidad; y sin eufemismos dice: “Es cosa de burla y para gran carcajada el hecho de que los hombres empleen orinales de plata y de vidrio … y estas mujeres, tan ricas, tan ricas como insensatas, piden que los recipientes de los excrementos sean de plata, como si esta gente rica no pudiera defecar si no es superbamente”.

Me centraré solo en un grupo de Padres del s.IV-V, que tuvieron que vivir y ejercer su misterio en una situación económica y social muy difícil.

En aquel momento el Imperio romano estaba agotado por sus guerras y sus conquistas, dificultad debida a la desmedida de estas realidades, y además, empobrecido demográficamente. La regresión económica se agravaba y pesaba difícilmente sobre las clases trabajadoras en las ciudades y también en el campo. Y lejos de poner remedio, los poderes políticos desarrollaban una fiscalidad, que aplastaba sobre todo a los pequeños.

Al mismo tiempo se formaron inmensas fortunas de terratenientes; la disparidad de los ricos y pobres, de propietarios y de sus colonos era insolente, hería el sentido de la justicia, y era un insulto a aquel que había dado la tierra a todos los hombres. Lo que es impactante en la vida económica de la época, es la ausencia casi total de las clases medias: “entre el lujo extremo y la miseria, resignación o amargura, no hay nada más”, decía uno de los obispos. Y San Ambrosio podría escribir al inicio de su libro “Sobre Nabot”: La historia para el tiempo es antigua, pero en la práctica es de cada día…. ¿Quién siendo muy opulento no busca sacar al pobrecito de su campito y alejar el pobre de la tierra recibida en herencia de sus antepasados?”(De Nabuthe 1,1).

Los Padres Capadocios y Ambrosio que recibió su influencia, todos pertenecen a familias bien acomodadas. Ambrosio, patricio de nacimiento, podía conocer muy bien la condición de los ricos y los pobres en el Bajo Imperio desde su interior. Podía, por tanto, poner el dedo en los ojos de quienes solo pensaban en enriquecerse sobre la espalda de los pobres, ellos que habían distribuido su fortuna a los pobres, antes de resultar su abogado. Tenían toda la autoridad para hablar a unos y a otros.

Juan Crisóstomo (v.349-+407) será una de las primeras voces que marcarán el compromiso de la Iglesia a favor de los pobres, y destaca no por la originalidad de su discurso, sino por su radicalidad, cosa que le costará la muerte en el exilio. También el Boca de Oro incitaba a sus oyentes a practicar la limosna; él no veía solamente en ella el instrumento de la redistribución equitativa de las riquezas, sino también una verdadera experiencia espiritual que permite encontrar a Cristo con la misma dignidad de encontrar-lo en la Eucaristía.

Así, su dimensión casi sacramental hace que la limosna no sea solamente recomendada al rico: sino del todo indispensable al pobre, que paradójicamente puede ser el único en poderla practicar en su plenitud, y, así es como el Crisóstomo se hace un maestro en espiritualidad.

Comentando la ofrenda de la viuda pobre (Lc 21, 1-4; MC 15, 44) decía: “¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que sea objeto de menosprecio en sus miembros, es decir en los pobres, sin ropa para cubrirse. No lo honréis con telas de seda, mientras que en el exterior lo dejas de lado cuando sufre frío por su desnudez. Aquel que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”, confirma el hecho con la palabra; también ha dicho: «Me habéis visto con hambre y no me habéis dado de comer» (Mt 25, 45). «El cuerpo de Cristo que está sobre el altar no necesita manteles, sino almas puras; mientas aquel que está fuera necesita mucho cuidado”. Y continuaba: “Aprendamos, entonces, a pensar en honrar a Cristo tal y como él quiere. En efecto, el honor más agradable que podemos rendir a aquel a quien quieren venerar es aquel que él mismo quiere, no lo que hemos escogido nosotros. Pedro pensaba que estaba honorándolo impidiendo que le lavara los pies. Eso no era honor, sino que era una verdadera descortesía. Así también tú rinde este honor que él ha mandado, haz que los pobres se beneficien de tus riquezas. Dios no necesita cálices de oro, sino almas de oro. Con esto no entiendo, ciertamente, prohibiros hacer ofrendas en la Iglesia. No. Pero os conjuro a hacer, con estas y antes de estas, limosna. Dios ciertamente acepta los dones en su casa, pero le complace mucho más la ayuda a los pobres.

En el primer caso saca beneficio quien lo ofrece, en el segundo también de quien lo recibe. Allí la ofrenda podría ser la ocasión de ostentación; aquí, en cambio, es de limosna y amor. ¿Qué ventaja puede tener Cristo si la mesa del sacrificio está llena de cálices de oro, mientras se muere de hambre en la persona del pobre? Primero sacia al hambriento, y solo después adorna el altar con lo que queda. Le ofrecerás un cáliz de oro y no le darás un vaso de agua? ¿Qué necesidad hay de adornar su altar, si después, no le ofreces el vestido necesario? ¿Qué ganancia saca él? Dime: ¿Si ves a uno sin  la comida necesaria y, sin prestarle ayuda, adornaras solo su mesa, crees que te lo agradecería o se enfurecería en contra de ti? ¿Y si lo vieras cubierto de harapos y temblando de frío, no vistiéndolo, le alzarías columnas doradas, diciendo que lo haces en su honor… ¿no se irritaría de ser abofeteado e insultado de manera atroz?

Piensa lo mismo de Cristo, cuando va errante y pelegrino, necesitado de un techo. Tú rechazas acogerlo en el pelegrino y en cambio adornas el pavimento, las paredes, las columnas y los muros del edificio sagrado. Pones cadenas de plata a las lámparas, pero no lo vas a visitar cuando está encadenado en la prisión. Digo esto no para prohibiros proporcionar tales ornamentos y vestiduras sacras, sino para exhortaros a ofrecer, junto con estas, también la ayuda necesaria a los pobres, o, mejor, para que esto se haga antes que lo otro. Nadie no ha sido nunca condenado por haber cooperado en el embellecimiento del templo, pero quien olvida al pobre está destinado al infierno, al fuego que no se apaga, y al suplicio con los demonios. Por eso, mientras adornas el lugar de culto, no cierres tu corazón al hermano que sufre. Este es un templo vivo más precioso que el otro (Homilías sobre S. Mateo 50, 3-4).

Basilio de Cesarea (330-379) influyó, no poco, en otros pastores en el momento de señalar la situación de los pobres y la indiferencia de los ricos. Nacido en una familia de ricos propietarios, conocía muy bien la vida que permitía una situación acomodada, privilegiada. Por la educación cristiana recibida de sus padres y por su ejemplo, sabía que solo era el administrador de los bienes que poseía. Él, y sus hermanos Gregorio de Nisa, Pedro de Sebaste, Naucritius y su hermana, se entregarán a los pobres, practicando la caridad, y una vida simple y frugal. Basilio denunciará firmemente la avaricia, el abuso del poder de los ricos y el falso espejo en el que se contemplaba. Les decía que su falta de compasión hacia los pobres los conducía a la condena. Su homilía VII Contra los ricos es una firme denuncia de la locura de quienes se dejan encadenar por sus riquezas.

En sus enseñanzas, Basilio estigmatizando un espiritualismo devoto pero sin ninguna acción decía: “Sé de muchos que ayunan, que recitan plegarias, que gimen y suspiran, que practican todo tipo de Piedad que no supone ningún gasto, pero no se desprenden ni de un dinero para los necesitados. ¿De qué servirá esta piedad? No por esto será admitido en el reino de los cielos (Hom. VII, in divitem 3). Y continua remarcando que “Es de esta manera que se vuelve rico: solo en virtud de haberse apoderado primeramente de lo que es de todos” (H. VI de Avaritia 7). Basilio remarca por eso que los bienes de la tierra provienen de Dios, son propiedad suya y los hombres son “los administradores”, no los amos que pueden hacer lo que les dé la gana (H.VI d.a.2). Por este motivo quien acumula riquezas de forma egoísta y no es solidario es un “ladrón” (H.VI d.a, 7) y “le falta la caridad, es decir el amor de Dios: todo lo que poseéis” ( H.VII i.d)

El compartir si no fuerza necesariamente resultar pobre, es evidente que de ninguna manera permite quedarse rico: “si cada uno cogiera lo que es suficiente para las necesidades, dejando el resto a disposición de los que tienen necesidad, quizás no se harían ricos, pero no habría pobres” (H.VI D.a.7). El hecho es que normalmente se cree tener “necesidad” de las riquezas, según la mentalidad típica de la sociedad consumista que Basilio había desenmascarado en el Siglo IV: “Todos los que poseéis una bella suma, ya deseáis otra igual. Justo cuando la habíais conseguido, ya deseáis con ansiedad el doble… Cada vez, lo que añades no sacia tu deseo de poseer, sino simplemente enciende de nuevo tu avidez” (H.VII i.d., 2). Por tanto, se hace necesario no solamente compartir tus bienes, sino cambiar de estilo de vida para que esto sea posible. Su amigo Gregorio de Nacianzo, en el Logos (Discurso) fúnebre de Basilio nos describe las virtudes cristianas de Basilio que se traducen en la práctica cotidiana, en una obra dirigida a los pobres, leprosos, pelegrinos y que Gregorio la llama Basiliade, la “Ciudad nueva” en el exterior  de la ciudad de Cesarea (D. 43,28).

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Josep Sastre Portella

Licenciado en Teología y Ciencias Patrísticas. Augustinianum, Roma 1991. Miembro del Instituto Menorquín de Estudios. Sec. Historia, ha sido profesor de Griego bíblico y Patrología en el Seminario Diocesano de Menorca, y lo es de Patrología en el Iscreb virtual.

Publicaciones:

La població de la Parròquia d’Es Migjorn l’any 1812. Migjorn Gran 1987.

Els somnis: un tret de la religiositat a la Menorca del segle V, Meloussa 4 (1997)

Simbologia cristiana en un pretès motlle de pans eucarístics, Meloussa 4 (1997).

La Carta de Sever de Menorca: anàlisi de les principals citacions bíbliques, Conselleria d’Educació i Cultura. Govern Balear: Institut Menorquí d’Estudis (2000).

Comentaris dels Pares dels segles IV i Vè al Càntic de la Vinya, en Relectures de l’Escriptura a la llum del Concili Vaticà II (I) “La Vinya”. Scripta Biblica 14. Barcelona 2014.

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