Lutero: justificación por la fe

Cuando Martín Lutero el 7 de julio de 1505 entró en el convento de los agustinos reformados de Ergurt ya era Maestro de artes y había dado sus primeros pasos en la universidad de la misma ciudad. En la misma ciudad donde había realizado los estudios de Teología, consiguiendo el Bachillerato en Teología el año 1509, en el año 1507 había sido ordenado sacerdote y en el 1508 fue nombrado profesor de Teología de la joven universidad de Wittenberg, cargo que continuó ejerciendo hasta el final de su vida, el año 1564.
Fueron treinta años dedicados fundamentalmente al estudio y comentario de muchos de los libros de Biblia. Sus clases, sus sermones, ejerciendo como predicador de la Iglesia de Wittenberg, sus innumerables cartas, sus escritos de polémica… en fin, todo lo que salía de su boca o pluma estaba amarado de citas bíblicas. No es ni en la filosofía, ni en el razonamiento humano que el hombre encontrará la verdad.
Según Lutero la verdad se encuentra únicamente en el texto bíblico que es la expresión de la misma palabra de Dios. Sólo es necesario que el hombre, por medio de la fe, se haga suya esta palabra de salvación. Es a través de esta fe que el hombre descubre su verdadera realidad. Es en su relación con Dios que, tanto el hombre como toda realidad, obtiene su verdadera cualidad y valor. A una relación positiva con Dios solo se puede llegar por medio de la fe. Una fe que se apoya en la plena confianza en un Dios misericordioso que nos salva a través de la cruz del Cristo. De aquí viene su rechazo de toda otra mediación que no sea la en Cristo. Dios se ha revelado en Cristo y solo Cristo puede llevar al hombre la salvación.
Esta visión teológica chocó fundamentalmente con las instituciones y prácticas eclesiales de su tiempo. Como es sabido, a partir de la publicación de las célebres 95 tesis sobre las indulgencias del año 1517, las dificultades con la Iglesia católica se hicieron cada vez más grandes. El rechazo de su doctrina por parte de las instancias romanas, por un lado, y la inflexibilidad de Lutero para defenderla, por otro lado, pronto convirtieron en inviable el camino de una reforma común y armónica de la Iglesia basada en el diálogo y la mutua comprensión.
La radicalidad de muchas tesis doctrinales de Lutero, juntamente con las críticas severas del papado y las instituciones romanas, de ninguna manera favorecían la recepción de las propuestas de reforma por parte de las autoridades romanas. Pero la pasividad y las dependencias políticas y económicas a la cual estaba sometida la Iglesia del momento, tampoco no permitían una reforma rápida y general del conjunto eclesial mucho menos una reforma tal como la exigía la radicalidad que exigía Martín Lutero.
Lutero no compendió su teología en una obra sistemática –con sus palabras: “Mis libros forman un cierto caos tosco y desordenado”-, sino que como expone O. Bayer, su teología se fue configurando a partir de sus “cursos académicos, apuntes de sermones tomados por los oyentes, escritos polémicos, cartas de consuelo, prefacios –sobre todo a los libros de la Biblia-, tesis para la disputa, charlas de sobremesa, fábulas, canciones [que] alegran, instruyen, exhortan, consuelan, retoman o hasta insultan” (2)
En el fondo de su teología y como motivo decisorio de todo su trayecto teológico es necesario situarlo en su propia experiencia como fraile y profesor de Sagrada Escritura en el convento de los agustinos eremitas de Wittenberg. En medio de sus continuados y angustiosos esfuerzos para encontrar un Dios que le “fuera propicio”, descubrió que la justicia delante de Dios, que él buscaba con tanto afán, solo la podía dar Dios mismo.
De acuerdo con esta experiencia liberadora experimentada personalmente, sólo la obra de Dios, por encima de todo esfuerzo humano, puede justificar al hombre. La justificación del hombre es siempre un regalo de la gracia y misericordia de Dios. Por la fe, que también es obra de Dios en el espíritu humano, el hombre desconfía totalmente de sus propios esfuerzos y obras y se confía plenamente a esta bondad de Dios que lo justifica y se hace agradable a Dios. Por otro lado, esta nueva interioridad determinada por la fe, le da también la libertad para vivir los asuntos del mundo según su propia razón.
Hasta su muerte, Lutero defendió esta doctrina con toda radicalidad. No pocas veces se vio obligado a reformular, completar o radicalizar afirmaciones doctrinales que sus correligionarios habían consensuado en visitar a posibles conversaciones y confrontaciones con los representantes de la Iglesia católica. Nunca aceptó que sus seguidores y colaboradores se apartaran de los criterios y decisiones que para él eran intocables. Evidentemente que entre sus seguidores se desencadenaran controversias y discusiones tanto doctrinales como sobre la práctica eclesial, pero de Wittenberg, provinieron siempre las directrices que habían de dirimir tanto las cuestiones doctrinales como las prácticas. Ciertamente que la Iglesia de este tiempo requería una reforma general en profundidad, pero es necesario mantener que no se puede entender la Reforma protestante sin entender a Lutero, de la misma manera que no se puede entender la Contrarreforma católica sin el concilio de Trento, del que los protestantes no participaron.