La sinodalidad: un reto histórico

 

Desde los primeros tiempos, la Iglesia se reúne para discernir comunitariamente ante un momento crítico o un punto de inflexión. Los Hechos de los Apóstoles explican cómo las comunidades cristianas deben resolver ciertas cuestiones pastorales mediante la asamblea de creyentes, la llamada al Espíritu Santo y una discusión directa con quienes tienen autoridad.

Ya sea ecuménico, diocesano o local, encontramos trazas de sínodos o concilios ininterrumpidamente desde la Iglesia primitiva hasta el Concilio Vaticano II, que marcará un auténtico resurgimiento de esta práctica. La palabra de origen griego «sínodo» es inicialmente el equivalente al latín concilium, en castellano concilio. La palabra sínodo proviene del griego σύνοδος, que significa “un camino recorrido juntos”, pero también puede significar “cruzar el mismo umbral del hogar”, en definitiva, permanecer juntos. Mediante esta noción de un enfoque común, la sinodalidad se presenta como un proceso en el que se trata de escuchar y discernir la voluntad de Dios para la Iglesia, implicando a todos los bautizados. El Concilio Vaticano II afirma de hecho que «la colectividad de los fieles no puede equivocarse en la fe» (Lumen gentium n. 12) y que este sentido de la fe es «despertado y sostenido por el Espíritu Santo».

A principios del siglo II, Ignacio de Antioquía describe la conciencia sinodal de las diversas iglesias locales que se reconocen como expresiones de la única iglesia. En la carta que dirige a la comunidad de Éfeso señala que todos sus miembros son sínodoi, es decir, compañeros de viaje en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo. Sus cartas hablan tanto de la comunión inicial, que se produce y se manifiesta en la asamblea eucarística presidida por el obispo, como también de la comunión entre las iglesias locales. Según Ignacio la interrelación entre el obispo y la comunidad es un elemento constitutivo de la vida de la Iglesia local.

El testimonio de Cipriano de Cartago, que nos sitúa en la iglesia occidental de mediados del siglo III, corrobora la tradición del principio episcopal y sinodal que debería regir la vida y la misión de la iglesia a nivel local y universal. Los investigadores destacan la coincidencia del procedimiento sinodal con la forma de proceder del senado romano en sus sesiones de trabajo. Así, Cipriano actúa como el magistrado encargado de dirigir la asamblea: presenta el asunto que será objeto de la deliberación, después le sigue la libre expresión y opiniones por parte de los allí presentes que eran presbíteros y diáconos y el pueblo. Aquí nos encontramos con la cuestión clave sobre la participación de los laicos en las asambleas eclesiales.

Las provincias eclesiásticas se conforman a partir del siglo IV, promueven la comunión entre las iglesias locales y son presididas por un metropolitano, por el primero de los obispos de la región. Posteriormente a la formación de las provincias eclesiásticas, los concilios o sínodos provinciales serán la forma preferida para regular la actividad sinodal. Nicea establece la norma de convocar al concilio Provincial dos veces al año y pide la participación de todos los obispos de una provincia en el acto sinodal de la elección de un nuevo obispo, para validar la elección del metropolitano.

A partir del siglo IV fueron apareciendo agrupaciones de iglesias locales. En esta evolución ocupa un lugar excepcional el nacimiento de la pentarquía, esto es, los cinco patriarcados que garantizaban el ejercicio de la comunión y de la sinodalidad. Entre los siglos IV y VII se fue consolidando el llamado orden de los cinco patriarcados, fundamentado en los concilios ecuménicos y aprobado por ellos. En el marco de la comunión eclesiástica, la iglesia de Roma gozaba de una consideración especial como lugar del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo. Así, en el contexto de la pentarquía, la sede de Roma ocupa el primer puesto y ejerce una primacía de honor. Durante la segunda mitad del primer milenio los concilios ecuménicos son concilios de la pentarquía: su ecumenicidad se fundamenta en la participación de las cinco sedes patriarcales, es decir, Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. En el occidente latino los concilios provinciales habían cedido el lugar a los concilios nacionales, concilios que reunían a los obispos de un reino en torno al rey, por eso también se les llamamos regios. Así sucede en el reino merovingio a partir del 511, en el reino visigodo desde el año 598, en el reino carolingio durante los siglos VIII y IX.

En definitiva, en la iglesia de los primeros siglos, los presbíteros vivían alrededor de su obispo, lo que facilitaba la comunicación y hacía menos necesarios los sínodos diocesanos. En torno al siglo VI y con la penetración de la Iglesia en zonas rurales, la comunicación de los presbíteros con su obispo se vuelve más dificultosa. El sínodo diocesano comienza por ello a revestir importancia en el andar de las iglesias locales. El nuevo sistema de diócesis desarrolló los sínodos también para cada iglesia por separado, de algún modo en la línea del primitivo presbyterium presidido por el obispo e incluyendo a los sacerdotes parroquiales, abades y decanos de la diócesis. La extensión del imperio bajo Carlomagno hizo de estas asambleas prácticamente concilios de todo el occidente medieval (Ratisbona 792, Frankfurt 794). Con el crecimiento de la autoridad papal en occidente y la coronación de Carlomagno como emperador (800), la rivalidad con el imperio de oriente aumentó y pronto llegó la interrupción de la relación de comunión con las Iglesias orientales (1054), que reconfigura la Iglesia occidental en torno a Roma, la única gran iglesia apostólica de prestigio en occidente. Esta reconfiguración favoreció un ordenamiento más jerárquico que de comunión.

Otros factores contribuyeron a esta centralización de la iglesia de Roma. Por ejemplo, la reforma gregoriana se extendería a instancias de los papas desde el centro a la periferia en un entramado feudal, en el que los obispos más que pastores de sus territorios eran eslabones de esta organización social. En ese contexto, el papado luchó contra las intromisiones del poder temporal en el nombramiento de los obispos y en otros temas eclesiásticos.

La Iglesia universal fue constituyéndose como la unidad de medida de la eclesiología. La Iglesia local quedaba relegada a un sitio secundario y se entendía sólo como parte de la organización jerárquica de la Iglesia universal. La Iglesia abandona paulatinamente el concepto de «comunión», propio de las Iglesias de oriente, para desarrollar el de «jerarquía», más acorde con el de «Iglesia universal». Así, el segundo milenio arranca con la reforma gregoriana y la lucha por la libertas ecclesia, dos procesos que contribuyen a la afirmación de la autoridad papal. La Iglesia latina se orienta decididamente hacia la idea de una iglesia Universal que relega a las iglesias locales a la condición de submúltiplos administrativos. La concentración de la iglesia universal en la sede romana llega a su punto culminante en las definiciones del Vaticano I.

Mientras duró el Cisma de occidente (1378-1417), tuvo lugar una constante discusión sobre la autoridad del Pontífice y la de los obispos reunidos en Concilio o, lo que es lo mismo, el valor del concilio en sí o el conciliarismo, que entiende la asamblea como la autoridad suprema de la Iglesia, superando la autoridad papal, en todo momento y en toda circunstancia. La confusa situación de una cristiandad tricéfala, en la que tres papas luchaban por la condición de legítimos titulares de la Seo romana, sólo pudo ser solucionada a través de la vía conciliar. El concilio de Constanza suspende a los tres pretendientes y procede a la elección de un papa que se considerará legítimo. Así se da paso a las ideas conciliaristas, es decir, a la idea de superioridad del concilio sobre la tradicional autoridad del Papa. Este conciliarismo dará lugar a una lucha histórica entre el papa Eugenio IV y el concilio de Basilea.

Los concilios generales, preocupados por la reforma de la Iglesia, especialmente el IV de Letrán (1215), el concilio de Basilea (1431-1449) y finalmente Trento (entre 1545 y 1563), legislan sobre la celebración de sínodos diocesanos y provinciales. Por estos tres concilios los sínodos diocesanos o sínodos provinciales eran los instrumentos indispensables para realizar la reforma. Trento establecerá la norma de celebrar sínodos diocesanos todos los años y provinciales cada tres años.

El Concilio de Trento (1545-1563), pese al interés por poner un freno al movimiento reformista alemán, respondió principalmente a un clamor de reforma en el seno de la Iglesia que desde hacía siglos había quedado insatisfecho. Esta instancia sinodal a gran escala, con una participación enorme de obispos y teólogos, dio un gran impulso a la celebración de concilios provinciales y sínodos diocesanos como forma de llevar la reforma católica a la práctica en las diferentes iglesias.

Al repasar la historia hemos podido comprobar la permeabilidad entre las estructuras eclesiales y las estructuras sociopolíticas: en el relato de Lucas (24, 13-35) sobre el concilio apostólico, se pueden constatar elementos del procedimiento de los sanedrines judíos; en el caso del concilio presidido por Cipriano de Cartago, se puede reconocer un funcionamiento análogo al del senado Romano; en el modelo sinodal del conciliarismo, aparece el modelo corporativo medieval con su idea de representación.

Así, podríamos ver en todo el movimiento de la sinodalidad un paralelismo con la doctrina social-política conciliarista que instauraría una forma de gobierno eclesial más democrático y más cercano al pueblo. Con esto se quisiera garantizar la dignidad del pueblo de Dios, como debería suceder en una sociedad moderna y democrática. Esto pide un avance en diversos ámbitos: en las comunidades parroquiales, en las diócesis, en las conferencias episcopales, y, en definitiva, en la iglesia Universal.

La mirada abierta y analítica hacia la historia de la Iglesia nos enseña a valorar en su adecuada medida el presente y su trascendencia. Es necesario comprender los acontecimientos actuales como parte de un recorrido histórico que sigue en movimiento. A lo largo de este camino, las dificultades y momentos de cambio han aparecido con frecuencia y han servido como tiempo de transformación gracias a la acción del Espíritu Santo. Precisamente las expresiones de vida sinodal en la Iglesia en sus diferentes niveles están vinculadas a la búsqueda de respuestas ante los problemas que surgen en los distintos tiempos y lugares, manifestando así la unidad y comunión de la Iglesia a través de la diversidad y el consenso. Ante los desafíos pastorales que se nos presentan como Iglesia en el siglo XXI, comprender parte de la historia en proceso nos hace tomar conciencia como Pueblo de Dios de nuestra misión en ese camino.

¿Te ha interesado este contenido? Suscríbete a nuestro boletín electrónico. Cada semana, la actualidad de la Iglesia diocesana en tu correo.

Dra. Nuria Montserrat Farré Barril

FORMACIÓN
  • Licenciada en Geografía e Historia en la Universitat de Lleida (Premio extraordinario y Premio Nacional de Final de Carrera)
  • Licenciada en Ciencias religiosas en el Institut Superior de Ciències Religioses de Lleida
  • Estudios de Antropología en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París
  • Diploma de Estudios Avanzados “Between the country and the city. Historical sources, methods and analysis” (Programa de doctorado en Ciencias Sociales).
  • Ha realizado estancias de investigación en Reino Unido, Irlanda, Francia, Suiza, Italia y Canadá.
ACTIVIDAD DOCENTE Y PROFESIONAL
  • Profesora tutora de Historia y Sociedades Extraeuropeas, Islam y Extremo Oriente a la UNED
  • Profesora de Antropología Social y Cultural en la Universitat Oberta de Catalunya
  • Docente de la asignatura Hecho religioso, cultura y valores para la obtención de la Declaración Eclesiástica de Competencia Académica (UdL)
  • Ha sido profesora asociada de Historia de la Iglesia a la UdL.
PUBLICACIONES
  • Ha publicado varios artículos de investigación sobre ideas, creencias y rituales religiosos.

Programas formativos que imparte en el ISCREB: