La penúltima palabra

Artículo extraído de La penúltima palabra. Memorias para una Iglesia renovada, Barcelona, Viena editores, 2023
¿Qué es lo esencial de lo que he querido e intentado vivir, con trabas, caídas y debilidades? Lo tengo y, lo veo muy claro. Sin un norte muy marcado en mi brújula, no podría haber vivido. Es decir, sin Dios y sin el Evangelio de Jesús no sería nada. Dios me ha acompañado siempre y he aprendido a ver la vida como un gran don de Dios. ¡Todo es gracia! En segundo lugar, he aprendido también que hay que andar arraigado en tierra, al camino, al sendero (que son la sociedad, la cultura, las confesiones religiosas, todas las regiones y religiones de la tierra), sin dejar de mirar hacia arriba, al Evangelio. Se trata de descubrir los «signos de los tiempos», es decir, los llamamientos de Dios a compromisos concretos, a discernir a qué nos llama en cada momento: Dios está, ha sido, en cada desvío del camino, en cada paso, en medio de cada acontecimiento. La gran pregunta es: «¿Señor, qué quieres que haga?, ¿qué esperas de mí?». Fundamentado en la esencia que acabo de señalar (Dios y el suelo), he podido ir descubriendo algunos aspectos en los cuales me he ido sintiendo llamado.
Hay dos aspectos que son de contenido. El primero es la comunidad, la cordada, andar y subir con otros. ¿Dónde y con quién lo he vivido? Con la Iglesia, santa y pecadora, a quien he dedicado la vida. Con la familia: donde me han acogido y puedes reposar. Con los colaboradores, sin los cuales no habría salido bien en las responsabilidades. Los que me han acompañado, me han configurado. Ser cura, entendido como servicio sin límites, me ha hecho vivir el privilegio de ver el fondo de muchas personas. Me doy cuenta, ahora que pienso, que no he sido nada pródigo a admirar de manera global a personas próximas o lejanas. Admiro muchas maneras de hacer, creer o pensar de mucha gente, pero me cuesta verlo concentrado en personas. Si tuviera que dar algún nombre que se aproxima mucho, optaría por Juan XXIII, el cardenal Martini y el Papa Francisco. Son las personas que más encarnan las actitudes cristianas en el mundo de hoy.
Otro aspecto que he descubierto es querer vivir en las fronteras del cristianismo; no en lugares confortables, seguros, sino allá donde se juega el ser o no ser del cristiano. Esto implica la pasión para difundir y hacer creíble el Evangelio (en la enseñanza de la teología, en el laicado, en el ISCREB). Esto me ha llevado también a la pasión por el diálogo en profundidad (en la universidad, en la cultura, con las otras confesiones cristianas, con las otras religiones). He tratado de optar por un cristianismo sano, abierto, arriesgado, que se hace atractivo.
Se trata también de huir del confort pastoral, que cuida de los «nuestros»; que busca espacios seguros donde sentirse aceptado; que defiende a los puros de los embates de los de fuera; que solo trabaja con los ya convencidos; que mira de reojo a los no católicos convencidos; que va creando como una ciudadela amurallada para defenderse de los «otros»; que prefiere cultivar a los «nuestros» que iniciar y acompañar procesos de los que tienen que hacer camino; que no es capaz de abrir las ventanas y conocer, amar, dialogar y aprender de los «otros»; que se siente completamente seguro en su pequeño mundo y en una fe encartonada y cuadriculada que solo convence a los ya convencidos; que solo acepta en su vallado a los que ya están seguros de su fe y no se da cuenta de la paciencia abnegada que se tiene que tener con los que todavía están lejos; que no se da cuenta de la complejidad del mundo donde estamos inmersos, lo aceptemos o no, ni de la necesidad de conocer y dialogar con la cultura. Hoy, ante una sociedad hostil, las nuevas generaciones, más que no las que venimos del Concilio, tienen la tentación del restauracionismo, de la secta, del cierre, del purismo, y esto es la muerte del cristianismo. Si fortalecemos nuevas actitudes ante estos retos, seguro que veremos cómo Dios envía trabajadores a su viña.
No sólo me siento privilegiado por pertenecer a mi generación. Quiero subrayar lo mucho me siento privilegiado, como persona y como presbítero, en estos más de 60 años de ministerio. El Evangelio de los discípulos de Emaús me lo hace ver. Durante estos años he tenido siempre el convencimiento de un llamamiento de Dios. Que el camino que he escogido no era la idea para hacer lo que yo quería, sino un decir SÍ a una pregunta, a un llamamiento de Dios. No era una simple voluntad o deseo mío, sino una respuesta, un ir diciendo sí a un llamamiento. ¿Un sí a qué? ¿A qué llamamiento? Pues a ser seguidor de Jesús. A ser discípulo. A ser testigo de Cristo. Como los apóstoles, como los de Emaús, a quienes enseña a ir andando, haciendo camino, con Jesús, incluso en tiempos difíciles, que pueden desalentar durante estos largos años. Porque motivos de desánimo hay: el cierre eclesial, la carencia de democracia, la aplicación parcial del Vaticano II, el creciente pluralismo social y religioso, etc., pero Jesús se ha hecho presente y lo reconozco cuando comparto, cuando sirvo a los otros. Este sentido de vida como respuesta y seguimiento me ha ayudado mucho a ser fiel, a enfocar la vida con los otros, fuera de mí mismo.