La Iglesia ‘glocal’: la sinodalidad en tiempos modernos y contemporáneos

En estos últimos años ha hecho fortuna un concepto que define bien una dimensión propia de la sinodalidad: glocal. Con este término, de origen inglés, y que es un acrónimo formado por la fusión de las palabras global y local, se quiere definir aquello que hace referencia a la vez a un elemento que es universal y que también es del propio territorio. La sinodalidad, este camino que la Iglesia quiere hacer en comunidad, tiene un talante claramente glocal, porque pretende que las comunidades locales –en sentido extenso– hagan camino, juntas, como una verdadera comunidad global. Los siglos que van de la edad moderna (XV-XVIII) y hasta los tiempos contemporáneos (XIX-XXI) son una buena muestra de cómo esta sinodalidad ha tendido a avanzar hacia la glocalidad.
Si miramos, por un lado, la historia de los concilios del comienzo de este mundo moderno, ya encontramos una marcada tendencia a poner la mirada en la fuerza de la Iglesia como comunidad reunida en su camino itinerante e, incluso, como cuerpo deliberativo común. Fue en el Concilio de Basilea (1431-1449), en medio de una época de fuerte crisis, que se sostuvo que los concilios eran la máxima autoridad de la Iglesia. A pesar de que este planteamiento cambiará en el futuro, es evidente que había aparecido una muestra de aquello que, aun así, siempre ha latido en el sino eclesial: cuando esta Iglesia se reúne universalmente, la asamblea de fieles se convierte en un lugar de puesta en común de lo que significa ser ekklesía.
A pesar de que el Concilio de Trento (1545-1563), un siglo más tarde, ha sido identificado a menudo como un momento centralizador –o recentralitzador– en el seno de la Iglesia, esta afirmación no deja de ser un poco simplista y sesgada. Es cierto que el concilio tridentino buscó soluciones de centrifugación de la política y el ámbito deliberativo eclesial hacia Roma; pero también lo es que el «momento inmediatamente conciliar», podríamos decir, arrancó con la celebración de los concilios provinciales donde los diversos asistentes volvieron a hablar y discutir sobre el presente y el futuro de la Iglesia a partir de los decretos de la reforma tridentina. Por cierto, no podemos olvidar, en este punto, que la Iglesia de Cataluña tuvo un papel precoz en la aplicación de la reforma en la Iglesia local: el 23 de octubre de 1564, la Tarraconense resultó la primera de las iglesias metropolitanas que aceptó los decretos conciliares tridentinos. Aquel concilio provincial de la Tarraconense no estuvo exento de dificultades, porque el poder de la Monarquía –que entonces controlaba fuertemente la vida y organización eclesial– era especialmente celoso de una aplicación muy concreta e interesada de la reforma, pero tampoco dejó de ser una expresión de la fuerza de la Iglesia local en comunión con la universal.
Hay que avanzar, no obstante, hasta el siglo XX para encontrar un verdadero avance hacia la expresión sinodal de esta Iglesia glocal. El Concilio Vaticano II (1962-1965) supuso un adelanto muy importante hacia las formas de participación colectivas en el rumbo eclesial. Fue un sínodo de carácter universal que espoleó después las iglesias locales a avanzar en su camino cristiano. La Iglesia sinodal tuvo en Cataluña un momento de expresión máxima, está claro, a partir del año 1992, cuando se convocó el Concilio Provincial Tarraconense (1995). También lo fue de una Iglesia que había cambiado o transformado su tradicional estructura piramidal y jerárquica, con la participación, en el concilio, de laicos, sacerdotes, diáconos, y religiosos; hombres y mujeres en representación de sus iglesias. El encuentro fue especialmente fecundo en los debates, con la redacción de un documento final con 170 resoluciones, que hermanaban la Iglesia de Cataluña con la Iglesia católica universal: un testigo de una iglesia peregrina diversa y en constante camino, desde lo local a lo global.