La alegría cristiana

La alegría es un estado anímico que se asocia a la satisfacción que provoca una determinada experiencia vinculada a lo que se está viviendo y que genera un estado de bienestar y de paz. La alegría de un encuentro familiar, la alegría de un viaje largamente deseado, la alegría de un encuentro ansiosamente esperado, la alegría de una jornada prometedora, la alegría de un proyecto alentador.
Pero la alegría se confunde habitualmente con la diversión, con el gozo limitado en el tiempo, de una experiencia puntual y presente con la que nos lo pasamos bien. Una fiesta, un espectáculo, un encuentro de amigos. Pueden coincidir, se puede vivir con alegría aquella invitación especialmente agradable, deseada y preparada, que reúne a parientes y amigos, y que además procura una especial diversión mientras se realiza. Pero la alegría no se limita a la diversión, sino que es más honda, está más enraizada en el alma, es más duradera en el tiempo. Y es que mientras la diversión nos es provocada de fuera hacia dentro, por algún hecho que nos produce la sensación de pasárnoslo bien, la alegría sigue el itinerario contrario, nace en el fondo del corazón y sale hacia fuera, empujándonos a vivir recorriendo aquel hilo conductor que nos motiva y da sentido a nuestro vivir.
La alegría se forja precisamente en la convicción de ser aquel o aquella que queremos ser, de caminar hacia dónde queremos caminar. Y esta alegría atraviesa nuestro vivir cotidiano, seguramente lleno de hechos y de hechos que a veces nos son agradables y gratificantes, pero otras veces nos pueden ser complicados y hasta duros de ver. La alegría, que nace dentro del corazón de la persona, no se desvanece con los tropiezos existenciales, porque la verdadera alegría puede convivir con la tristeza y el duelo que a veces nos invade con causa bien justificada: la enfermedad, la muerte de un ser querido, una experiencia personal difícil de encajar.
Es en este sentido que la alegría cristiana nace de la certidumbre de ser queridos por Dios, de haber sido salvados por Jesucristo, de estar animados por el Espíritu Santo. La alegría de sabernos hijos de Dios destinados a la plena comunión con Él. Alegría de sentirnos llamados a vivir los valores del evangelio de Jesús en nuestro ambiente particular, a pesar y más allá de las dificultades que esto puede comportar.
Es una alegría que nos constituye, que nos configura con Jesucristo, que nos lleva a la fraternidad universal y al espíritu de solidaridad humana. Es una alegría de identidad, una alegría que nadie nos quitará. Porque con esta alegría, como nos recuerda san Pablo en la carta a los Romanos, nada nos da miedo: “Si tenemos a Dios con nosotros, ¿a quién tendremos en contra?” (Rm 8,31) para añadir “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?” (Rm 8,35) y concluir “Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 38-39)
Es una alegría que no nos exime de sentir ni de sufrir las experiencias negativas que la vida nos acarreará, pero que nos ayudará a vivirlas y a afrontarlas con paz. Así lo expresa el mismo san Pablo en la carta a los Filipenses: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fl 4, 4-7).
Como nos recuerda el papa Francisco al inicio de su Exhortación apostólica Evangelii gaudium de 2013, “la alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de quien se encuentra con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.” (EG 1)