Juliana de Norwich, testimonio de fe

En la convulsa Europa de finales de la Edad Media se extendió una costumbre que, hoy en día, nos puede causar una enorme extrañeza: hombres y mujeres deseosos de profundizar en su experiencia de Dios se encerraban en una habitación por el resto de sus vidas. No huían de las ciudades donde residían, sino que entraban en un encierro que, por un lado, les permitía una apertura total a la presencia de Dios pero que, por otro lado, les ponía a disposición del resto de la comunidad creyente para poder compartir con ella la experiencia de Dios que esa opción de vida favorecía; por eso las celdas donde se recluían tenían una ventana que permitía la interacción con las personas del exterior a la que acudían gentes de toda clase y condición en busca de consejo y orientación.
Una de estas reclusas fue Juliana de Norwich, que vivió en esa ciudad inglesa a caballo de los siglos XIV y XV. Sus datos biográficos son un tanto difusos, pero, en el transcurso de una enfermedad grave, tuvo una serie de revelaciones sobre la realidad divina que le llevaron a esa radical opción y a poner esa experiencia por escrito para poder compartir esa vivencia de Dios tan original, libre y profunda, que le llevó a planteamientos que chocaban con las ideas más habituales en su época y que todavía hoy, a buena parte de la comunidad eclesial, le parecerían audaces.
Las revelaciones de Juliana nos ofrecen una visión asombrosamente positiva tanto de Dios como del ser humano. El núcleo conductor, de principio a fin, es el amor, y todo su contenido está guiado por una promesa que quiere consolarnos y tranquilizarnos desde el primer momento: «todo saldrá bien». Dos aspectos resaltan de modo especial en esta imagen de Dios que experimenta la vidente de Norwich: su misericordia y su dimensión femenina.
Llama poderosamente la atención cómo Juliana plantea que es incorrecto hablar de la ira de Dios, sobre todo en una época en la que esa idea estaba muy presente como explicación a episodios como las diferentes epidemias de peste negra. La misericordia de Dios, tal y como ella la entiende, es la protección en el amor que Dios nos brinda, y no apaciguar su ira, como era normal entenderlo por aquel entonces. Del mismo modo, la relación entre el pecado y su reparación no la ve en términos jurídicos, como si Dios hubiese sido ofendido en su infinito honor y se requiriese una satisfacción equivalente para que el ser humano se pudiese reconciliar con Él, sino que lo ve desde la óptica de las relaciones interpersonales, donde la reacción que el pecado produce en Dios no es la ira, sino la compasión y el amor. El pecado nos deja maltrechos y Dios se nos acerca, nos recoge, nos cura.
Otro de los aspectos más sorprendentes de las visiones de Juliana es el subrayado en el aspecto materno de Dios, llegando a hablar de la maternidad de Cristo. Hablar de la dimensión maternal de Dios no era algo ni mucho menos nuevo en el cristianismo, pero ella ve la maternidad no como algo pasivo caracterizado por la mera receptividad, sino como actividad, salida de sí, libertad, sabiduría, amor… Cristo es nuestra madre porque de él nacemos y en él renacemos. De igual modo, como una madre con sus hijos, nos amamanta y nos alimenta. Y no solo eso, también nos educa amorosamente sin descanso. No obstante, Juliana no absolutiza esta metáfora, por eso, al hablar de Cristo, lo hace siempre en una trilogía en la que se le define al mismo tiempo también como “hermano” y como “salvador”.
Estas y muchas otras ideas nos muestran la audacia y la osadía de esta gran vidente, venerada tanto por anglicanos como por católicos. Muchos creyentes estamos tan acostumbrados a hablar de Dios como madre y a concebir su misericordia como incompatible con la ira que nos puede resultar difícil apreciar la perplejidad que ese discurso provocaría en aquella época.