El testimonio de Hildegarda de Bingen (1098-1179)

Hildegarda nació en Bermsheim, en el Palatinado, de familia noble y piadosa, que ofreció Hildegarda a Dios como diezmo por el hecho de ser la décima hija, como era costumbre en la Edad Media. Entró en el monasterio benedictino mixto de Disibodenberg, bajo la guía de Jutta de Spongheim.
Elegida como abadesa a los 38 años, y cansada de una vida monástica subordinada a los monjes, fundó un monasterio femenino en Ruperrberg, libre de dependencias ni de laicos ni de monjes, y puso a su comunidad bajo el patronazgo exclusivo de la Iglesia de Magúncia. No quiso a los monjes ni como directores espirituales, sino que pidió el servicio de los sacerdotes del lugar, elegidos libremente por las monjas.
Mujer excepcional, de una profunda espiritualidad y una gran cultura. Mística de ojos abiertos, de temperamento apasionado, decidida cuando tomaba una decisión. Tenía un conocimiento profundo de la naturaleza humana, de la diferencia de las funciones, los sentimientos y de las vivencias entre hombre y mujer. Difícil de clasificar, buena monja y buena abadesa, pero a menudo considerada demasiado inquieta, crítica y poco sumisa, para muchos barones que no la podían entender.
Todo lo que ella escribe lo hace desde su vivencia como mujer, mujer arraigada a su país y a su tiempo, según las circunstancias políticas y culturales que le tocó vivir. No podemos separar la mujer y monja abadesa de su obra y, ni mucho menos, de las visiones, don de Dios a lo largo de su vida; siempre a la escucha y recepción activa e inteligente, actitudes tan importantes en la obediencia a la voluntad de Dios; sin olvidar el silencio interior y una visión aguda que son la fuerza de su comprensión de los problemas del mundo y de la Iglesia. Más que una persona polifacética, fue una mujer de una visión holística del cuerpo humano en sí, de la naturaleza del cuerpo humano en el mundo, de una sabia y fina percepción harmónica de todos los elementos que constituyen la obra de la Creación y, por tanto, del Creador. Limitada en el espacio, destaco hoy su misión profética al Servicio de la reforma de la Iglesia.
La Iglesia de su tiempo había llegado al límite de la corrupción: la lucha por la investidura de los laicos, la compra y venta de los cargos eclesiásticos, un episcopado, un clero y unos monjes indignos, una Iglesia dividida por cismas y herejías, la expansión del movimiento cátaro… ¡La Iglesia necesitaba una reforma de la cabeza a los pies! Y la reforma viene de la mano de Gregorio VII, monje y papa. Cuando Hildegarda nació, la reforma ya estaba en marcha a pesar de las resistencias que inevitablemente habían de surgir. Y en esta reforma ella se involucró.
Hildegarda fue una mujer que conoció los problemas eclesiásticos y civiles de su tiempo, pero también fue una monja que vivió inmersa en el misterio de la Iglesia, que quiere a la Iglesia, misterio de fe y realidad histórica, vital y dinámica. Visionaria, sus visiones afectan directamente a la orientación profética de su vida, volcada en la reforma de la Iglesia, a la renovación de la vida monástica en lo que respecta a la oración y al recogimiento, a la obediencia o a la tentación de la riqueza. La Sabiduría habla por su boca y la guía en su obrar, aquí radica su autoridad moral delante de papas y emperadores. No es ella la que habla, sino algo que la trasciende totalmente y por eso no teme predicar la conversión sea al pueblo o a los prelados a través de sus viajes de predicación.
Murió a los 81 años, el 17 de septiembre de 1179, en Bingen. Sus restos descansan hoy en la Iglesia parroquial de Ebingen, Santa y Doctora de la Iglesia desde el día 7 de octubre de 2012. Los títulos de presentación son muchos: fundadora, escritora de obras teológicas, botánicas y medicinales, compositora al servicio de la liturgia, visionaria y mística… y, por encima de todo, testimonio de amor a la Iglesia, buena compañera de camino de la Sinodalidad para la Iglesia de nuestros días.
Roser Solé Besteiro