Del «Sacramentum Caritatis» al ejercicio de la caridad

 

  1. Un dolor añadido.

La gravedad de la pandemia que estamos sufriendo ha sorprendido por la facilidad y rapidez del contagio, por la variabilidad del comportamiento del nuevo virus así como por lo sorprendente de su evolución clínica. La reacción de la Iglesia ha sido la de colaborar en la prevención del contagio dispensando del precepto dominical y suprimiendo las celebraciones públicas de la Eucaristía y demás celebraciones. Como consecuencia, muchos templos han sido cerrados atendiendo además a la recomendación de que la totalidad de la población evite desplazamientos innecesarios y permanezca en sus hogares.

   Junto a esta situación, triste y excepcional, causa dolor comprobar como algunos fieles, desde la declaración del estado de alarma, van exigiendo el “derecho” a que se les celebre la Eucaristía. Se trata de una demanda que, seguramente desde un bienintencionado celo eucarístico, presenta a los obispos y presbíteros como “dueños” que, de hecho, impiden cuando tendrían que facilitar el acceso a la comunión sacramental o a una sencilla oración en el templo. Las disposiciones tomadas por los obispados han sido enjuiciadas como faltas de fe, manifiesta cobardía, comodidad pastoral y obediencia gratuita a las autoridades civiles. Hay que reconocer la tardanza en reaccionar, las primeras dudas o precipitaciones, diversas formas de interpretar la legislación, algunas arbitrariedades y ciertas diferencias de unas diócesis a otras. Pero, en lo que se refiere a la normativa eclesiástica, en general, ha prevalecido el principio primordial del “Sacramentum Caritatis”, es decir, un necesario ejercicio de la caridad hacia los fieles para evitar contagiar o ser contagiados.

   La mayoría del Pueblo de Dios, con la lógica incertidumbre sanitaria y preocupación social, está viviendo con paz interior y sosiego del alma una situación tan excepcional. Todos saben, desde un cuidado sensus fidei, que los cauces de la unión con Cristo propios de la vida cristiana han de ser, en estas circunstancias, diversos. Pero también unos pocos, personas influyentes en los medios o supuestamente enraizadas en una sólida vida de piedad o que presumíamos bien formadas, han mostrado lagunas doctrinales y un déficit en la comprensión de la fe de la Iglesia. El resultado ha sido una siembra de sospechas y contradicciones dañinas para la comunión.

  1. La fe como pretexto.

   Argumentar la fe como pretexto implica, etimológicamente y en el fondo, utilizarla como una excusa para justificar una acción o enunciarla como motivo pero ocultando la intención real y verdadera. Al declararse la pandemia, y con cifras alarmantes de muertes causadas por ella, no han faltado las llamadas a emplear el recurso directo de la fe (separándola de la naturaleza) como remedio para vencer el virus (como, por ejemplo, que todos los sacerdotes a la vez bendigan con el Santísimo Sacramento nuestras calles). Propuestas de este tipo, de fundamento más fideísta que razonablemente espiritual, tienen otro posible trasfondo: la alarma sanitaria sería una gran exageración, cuando no una manipulación, ante una nueva y quizá más agresiva modalidad de gripe. Así las cosas, la vuelta urgente a las celebraciones eucarísticas también se reivindica desde dos polos opuestos: la que absolutiza la dimensión comunitaria y la que reduce la Eucaristía a una devoción personal. Por una parte, la mal llamada “espiritualidad de la encarnación” nos asegura que, en la Iglesia, nada tiene sentido ni se sostiene sin la comunidad reunida como protagonista. Por otra, al convertir la misa cotidiana en la única oración personal, cuando no es posible asistir a ella aparece la incapacidad de muchos para mantener una sólida unión con Cristo que prepara y proviene de toda celebración. Esta tensión aumenta cuando toda creatividad de cara a alimentar la vida interior sabe a poco y un espíritu quejoso reclamará continuamente lo que no tiene. La fe como pretexto acaba desembocando siempre en la solución clerical: si los curas no abren los templos y sin celebraciones públicas de la Eucaristía, la Iglesia ha cerrado y ya no hay vida cristiana.

  1. Una fe sin contexto.

   La fe católica vivida como un puro derecho individual, desvinculado de la Iglesia comunión y dispensadora de sagrados misterios, conlleva una inevitable desfiguración ministerial. Obispos y sacerdotes serán los funcionarios dedicados a satisfacer las peticiones de los fieles. Ellos abrirán siempre la ventanilla con su servicio permanente aunque sólo sea para compensar las aportaciones económicas de los fieles. En los planes de conversión pastoral ha sido muy habitual encontrar la conveniencia de agrupar las celebraciones para evitar la dispersión de fieles caricaturizando una visión comercial del horario de misas. Ahora, en cambio, parece que lo más acertado es multiplicar las celebraciones -incluso con la dispensa del precepto- para asegurar el distanciamiento y conseguir la “satisfacción” de tener una misa. En pleno confinamiento también se ha podido constatar que la Iglesia orante no está limitada por la participación de un grupo de fieles que justifiquen la necesidad de una celebración eucarística. Muchos han visto, seguramente con asombro, como la liturgia del Triduo Pascual, celebrada únicamente por el párroco, ha llegado con sus frutos a toda la parroquia. A pesar de esta verdad y sin tener en cuenta la excepcionalidad del momento, se ha ido sembrando la sospecha de que los pastores no han cuidado suficientemente al rebaño ni doctrinal ni espiritualmente. Lo cierto es que, en estado de debilidad, el abuso ha tentado a todos: suprimiendo la esencialidad de la presencia para el encuentro sacramental con Cristo (con confesiones por redes sociales o telefónicas, enalteciendo la “participación” en celebraciones virtuales como nueva modalidad de ser Iglesia etc.); o elevando lo transitorio a norma (incorporando, por ejemplo, el acto de contrición como forma habitual con la que Dios nos perdona sin tener que recurrir más tarde a la absolución sacramental).

  1. Fe con condiciones.

   El Catecismo de la Iglesia Católica (n.166) describe la fe como “un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado (…) Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo”. Por esta razón, la Iglesia es la primera que cree (n.168). Pero en la hora que vivimos, la fe se ha convertido en arma arrojadiza. Ya no es una “condición” saludable para el encuentro sino temeraria por imposición de juicio. Al juzgar qué personas o parroquias han sido buenas, valientes y llenas de fe; y cuáles se han desacreditado como distantes, cobardes y acomodadas impera una falsa condición para una correcta edificación eclesial. ¿Qué Iglesia nos quedará si seguimos enjuiciándonos así? Paradójicamente, los teóricos de la emancipación laical en las tareas evangelizadoras no acaban de entender su misión en la Iglesia si no es detrás de los curas. Durante la pandemia, si no ven al sacerdote donde ellos están no creen en la utilidad de su ministerio. Pero hay otro condicionamiento como causa de irritabilidad: aceptando la Providencia de Dios no se concibe que mediante ella podamos ser corregidos de nuestros errores y pecados. El dios-ídolo bondadoso se ha desmoronado para dar paso al Dios verdadero que, precisamente por su bondad infinita, nos ha colocado en un tiempo favorable para la conversión, la reforma y el regreso. Y finalmente, los “consumidores espirituales”, ignorando la advertencia del Señor que pedirá cuentas el día menos pensado, creen seguro el granero de su autosuficiencia. Desde esta provisión comparan la apertura del abortorio, de la gasolinera, del supermercado o del kiosco, con la puerta cerrada del templo. Se olvidan del hermano al que hay que amar (evitando contagios) priorizando una ofrenda en el templo que puede esperar (cf. Mt 5,20-26). No han caído en la cuenta de que así como la falta de pan material no se puede remediar con nada, el don del Pan del cielo, único e incomparable, sí tiene otra posibilidad de ser recibido de acuerdo con la Tradición sacramental, eclesiológica y espiritual de la Iglesia.

  1. Esperando en la Madre Iglesia.

   Las reclamaciones de algunos fieles sobre la necesidad de restablecer el culto, la celebración pública de la Eucaristía y, por tanto, la apertura de los templos han sido unas veces pegadizas y de buen tono, otras de mal gusto e incluso ofensivas. En todas se apela a la acción de la Iglesia que, aliviando en lo posible el sufrimiento de los afectados por la enfermedad, parece ignorar el dolor de los fieles que no pueden acceder a los Sacramentos. Sorprende la forma con la que dirigen su petición a sacerdotes y obispos más propia de la relación de unos ciudadanos con sus políticos y gobernantes. Por medios más audiovisuales que reales, ofrecen su ayuda para poder cumplir con todas las prevenciones y hacer posible la apertura. Algunas de estas comunicaciones concluyen alertando sobre la persecución gubernamental que intenta acabar con el culto cristiano aprovechando la pandemia. ¿Dónde queda la maternidad de la Iglesia y la paternidad espiritual de sus pastores en todo ello?

   Es por medio de la Iglesia, en el Bautismo, que recibimos la fe, la vida nueva y eterna en Cristo. Por eso la liturgia es fuente de vida en cuanto es acción de la Iglesia. Como es obra de Cristo y de la Iglesia, la liturgia es la «acción sagrada por excelencia» (SC 7). El culto litúrgico es una acción sacerdotal del «Cristo total», es decir, de la cabeza, que es Jesús, y de los miembros, que son los bautizados. Las acciones litúrgicas pertenecen a todo el cuerpo eclesial y son celebraciones de la Iglesia que es sacramento de unidad (SC 26/27 LG 11). Y si algo hay que decir de la participación de los fieles en este culto y acción es que se trata primordialmente de una cooperación, en tanto que miembros del pueblo de Dios, en la acción misteriosa de Cristo acogida con fe en cada celebración litúrgica. Es la misma fe que Cristo reclama en los santos Evangelios a cuantos se dirigen a Él como condición previa para recibir los beneficios de la obra de la salvación. En cambio, la falta de fe, paraliza de algún modo su acción (cf. Mt 13,58).

   Atendamos, por último, a la Comisión Teológica Internacional que ha dedicado uno de sus últimos documentos precisamente a la “Reciprocidad entre fe y sacramentos en la economía sacramental” (2020). En él se expone extensamente de que modo la fe constituye la respuesta dialogal a la interlocución sacramental del Dios trinitario. Y al tratar de la expresión sacramental de la fe en su dimensión subjetiva y objetiva nos recuerda: “En su dinamismo de crecimiento la fe personal se adhiere más intensamente y se identifica más con la fe eclesial. La reciprocidad entre fe y sacramentos excluye la posibilidad de una celebración sacramental totalmente ajena a la fe eclesial (intención)” (n.79). Y para ilustrarlo con más claridad lo ejemplifica a través de la historia del régimen penitencial de la Iglesia: “La Iglesia antigua excluía de la comunión eucarística (no de la Iglesia) durante un tiempo a fieles que públicamente habían renegado de su fe o que habían infringido el credo y las normas de vida de la Iglesia. El pecador, convertido en ocasión de escándalo público, tras una confesión pública, era expulsado de la comunión eucarística un tiempo (excomunión), para posteriormente ser de nuevo recibido solemnemente tras haber cumplido la penitencia (reconciliación). Así se hacía visible que la penitencia no solamente aprovechaba para la reconciliación del pecador con Cristo, sino también para la purificación de la Iglesia” (n.117).

  1. Un deseo más grande.

   La Madre Iglesia, aprovechando el confinamiento que vivimos, no nos ha “expulsado” de la comunión eucarística ni nos tiene que devolver nada. En el reciente Sínodo de Obispos sobre la Amazonia se escuchó la consigna según la cual sin sacerdotes no puede existir vida cristiana y que sin celebraciones de la Eucaristía no puede haber Iglesia. Esta verdad a medias fue replicada por laicos, religiosos, sacerdotes y obispos amazónicos y hasta por el mismo Papa Francisco recalcando la necesidad de una predicación más intensa, de la enseñanza explícita del Evangelio y del anuncio del Kerygma. Así lo recuerda el Santo Padre: “En la Amazonia hay comunidades que se han sostenido y han transmitido la fe durante mucho tiempo sin que algún sacerdote pasara por allí, aun durante décadas. Esto ocurrió gracias a la presencia de mujeres fuertes y generosas: bautizadoras, catequistas, rezadoras, misioneras, ciertamente llamadas e impulsadas por el Espíritu Santo” (Querida Amazonia, n.99). La praxis misionera es elocuente en mostrarnos como, mediante estos presupuestos previos, es posible extender y robustecer la vida cristiana y la implantación de la Iglesia a la espera de recibir un día el don del ministerio ordenado y la vida sacramental. Precisamente porque la Iglesia es Cuerpo de Cristo antes que cuerpo de los cristianos, la celebración de la Eucaristía no debería ser utilizada para confirmar la tesis ideológica de nadie. Nuestras necesidades no correspondidas en tiempo de pandemia deberían, eso sí, excluir la justificación de la persecución. El confinamiento que vivimos está rodeado de conexiones, materiales, charlas y posibilidades, un lujo inimaginable para los testigos de la fe encerrados en campos de concentración. Hagámoslo aunque sólo sea por respeto a los verdaderamente perseguidos de todos los tiempos. Así, cuando nos llegue el momento, sabremos emplearnos a fondo con auténtica sabiduría.

Seamos iglesia doméstica y entremos en la habitación interior del secreto del Padre. Exploremos todos los recursos de la vida cristiana para crecer en la fe aquilatada por la prueba. Superemos la tristeza de la privación con un deseo más grande de vivir un día la plenitud de los Sacramentos y honremos a la Madre Iglesia que siempre quiere lo mejor para sus hijos. Esperando el día en que reanudaremos el culto -cumpliendo con las debidas cautelas- convenzámonos de que, en verdad, ni en pandemia, nada nos falta.

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Mn. Pere Montagut

Doctor en Teología Espiritual y profesor de Espiritualitdad Litúrgica en el Instituto Superior de Liturgia de Barcelona. Actualmente es párroco de la parroquia de Santa María del Remei de Barcelona.