Cuidar la oración

Cuidar, con ternura y delicadeza, a alguien a quien queremos o algún objeto que valoramos es una de las coses más bellas que podemos vivir.
Cuidar la oración es cuidar mí ser, porque la oración tiene que ver con el ser. No hacemos oración sino que somos oración, relación con Dios. El hombre bíblico es relación con Dios, si nos separamos, nos marchitamos (Jn 15).
Cuidar la oración es como cuidar la relación con un amigo. El primer elemento será dedicarle tiempo, con cierta frecuencia, llamarlo en según qué momentos, aunque no tenga ganas, ser siempre sincero y transparente, preocuparme por él, pedirle ayuda cuando lo necesito, tenerle confianza, serle fiel…
Aunque la relación humana no se enseña sino que se practica, la tradición milenaria de la Iglesia nos ha dejado algunas recomendaciones que nos ayudan a rezar.
En primer lugar, el espacio. Aunque se puede rezar en cualquier lugar y circunstancia, conviene tener un espacio para rezar que sea acogedor, silencioso y bello… un simple icono, una vela y una alfombra, pueden convertir un rincón de la casa en un oratorio.
En segundo lugar, la postura. Cada uno encontrará la suya, habrá días que mejor de rodillas, otros que sentado o paseando. Es necesario tener en cuenta que somos cuerpo y el cuerpo ayuda a expresarnos, sobre todo el día que la cabeza está en otro sitio.
En tercer lugar, un texto de la Sagrada Escritura o de un buen autor espiritual. En el bien entendido que, antes de leer lentamente, me he de poner en presencia de Dios, recogerme con reverencia y devoción: estoy delante de Alguien.
Una forma muy sencilla y profunda de rezar es repetir, al ritmo de la respiración, una jaculatoria o una plegaria conocida de memoria. Es clásica la oración de Jesús, de la tradición cristiana oriental: “Señor, Jesucristo, ten piedad de mí, que soy un pecador.”
La plegaria en la Biblia es fundamentalmente escucha (“Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios…” (Dt 6), por tanto, es necesario estar en silencio, externo e interno, y fomentar la atención y estarse quieto, las distracciones y el atolondramiento son el gran enemigo de la oración. La escucha atenta presupone Alguien que habla y se quiere comunicar. Sin excluir que se pueden tener experiencias de comunicación directa con Dios (mociones interiores, experiencias místicas… como san Pablo), la forma normal de hablar de Dios es a través de la Sagrada Escritura. Dios ha querido revelarse Él mismo “con gestos y palabras íntimamente conexos” (DV 2) y nos ha hablado definitivamente en la persona del Hijo (He 1,2). Esta Revelación, celebrada en la Liturgia y profundizada por los santos y teólogos a lo largo de la Historia, constituye la riquísima Tradición cristiana que alimenta y sostiene nuestra vida y oración. De aquí la importancia del estudio y la reflexión del Misterio de Cristo y el saborear la vida diaria, donde Dios sigue manifestándose personalmente.
Existe un arte de escuchar la voz divina que nos ayuda a educar la atención en la vida ordinaria, huyendo del exceso de impactos externos, de espectáculos groseros y medios de comunicación agresivos. Nada como el cultivo de la buena literatura, el arte, la música, la belleza del paisaje… para preparar la experiencia religiosa.
Todas estas ayudas nos preparan para la atención del corazón, verdadero lugar donde late nuestra experiencia de Dios y ejercemos el discernimiento espiritual, arte privilegiado para conducir nuestra vida por los caminos del Espíritu.
Cuidar a alguien no es solo mimarlo ni acariciarlo. Cuidar la oración también implicará disciplina, combate interior y perseverancia, para poder afrontar con resistencia los dolores de la vida.