Una luz resplandece en la oscuridad y el silencio
Mons. Juan José Omella reflexiona, este Sábado Santo, sobre la esperanza en un contexto de desolación y soledad

El Sábado Santo es sinónimo de desolación, oscuridad, soledad y silencio. Pero en este día tan tenebroso existe una luz que se mantiene encendida: es la luz de María de Natzaret, cuya confianza en Dios le impide caer en la desesperación. Esta situación se puede encontrar actualmente en “el corazón del mundo”, dice Mons. Omella, que lo ejemplifica con el desconsuelo, el calvario de una enfermedad, el dolor de las víctimas del terrorismo, el sufrimiento del hambre, el suplicio del emigrante… “¡Cuánta desolación, cuánto Sábado Santo en nuestras ciudades, en nuestros pueblos!”.
Pero ante tanta oscuridad siempre una luz permanece encendida: la de la esperanza. Y la Iglesia –a pesar de los momentos difíciles- siempre resplandece porque “los cristianos estamos llamados a poner esa luz de la esperanza en el mundo del dolor y de la desesperación”.
Texto íntegro de la reflexión
En aquel primer Sábado santo de la historia sólo hubo desolación, oscuridad, soledad y silencio. Una pequeña luz, sin embargo, había quedado encendida, sin apagarse; era la luz de la lámpara de una mujer: María de Nazaret, con la lámpara de su fe, de su inextinguible confianza. Ella guardaba en el silencio de su corazón todas las palabras, desde aquellas primeras que un día, hoy tan lejano, le dijera el ángel de la Anunciación: «Para Dios nada hay imposible». Su confianza en el poder de Dios, en su misericordia y en su fidelidad, le impedían caer en la desesperación. No entendía bien lo que había sucedido, pero seguía esperando.
El Sábado Santo ha sido siempre como el resumen oscuro y silencioso del sufrimiento acumulado sobre el corazón del mundo: el desconsuelo de quienes han perdido un ser querido, la aflicción de los huérfanos y de las viudas; el calvario prolongado de una larga y penosa enfermedad; el dolor de las víctimas del terrorismo, extendido por la violencia terrorista en todas las calles, en todas las plazas; el sufrimiento innumerable del hambre, de millones de hambrientos todavía; las angustias de tantos seres humanos despreciados, excluidos, maltratados; el suplicio de tener que vivir lejos de la familia, como emigrante, sin recibir el calor humano de la hospitalidad. ¡Cuánta desolación, cuánta oscuridad, cuánto Sábado Santo en nuestras ciudades, en nuestros pueblos!
Pero siempre queda una lámpara encendida: la esperanza. La Iglesia, como el apóstol Juan, junto a Santa María de la Esperanza, guarda encendida esta lámpara a través de los tiempos, por difíciles que sean los momentos que nos toque vivir. Los cristianos estamos llamados a poner esa luz de la esperanza en el mundo del dolor y de la desesperación; a poner la mano en la frente del que sufre; a hacer un hueco en nuestro corazón, en nuestra casa, para que todo ser humano, especialmente los más pobres, puedan sentirse acogidos.
Beata Teresa de Calcuta aportó admirablemente un poco de esa luz en el mundo del sufrimiento de los más pobres. Decía a menudo esta frase, que desearía pudiésemos hacer nuestra cada uno de nosotros: “Algunas personas dicen que ven en mí a Dios y no me extraña, porque yo veo a Dios en toda persona”. En la Iglesia y en el mundo hay miles de Teresas desconocidas que hacen más leve y llevadero el largo Sábado Santo del mundo.
Virgen Santa María: mantén encendida nuestra lámpara, nuestra fe, nuestra esperanza, la inagotable ternura de la caridad, en medio de la noche del mundo, cuya oscuridad Cristo ha disipado con la victoria de su resurrección.
Hermanos, que Dios os bendiga a todos.