Palabras del Cardenal en Polonia
Discurso del Cardenal Arzobispo de Barcelona al recibir el Doctorado Honoris Causa en la Pontificia Facultat de Teología de Varsovia La presencia de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad Es para mi un inmenso honor que esta prestigiosa Pontificia Facultad de Teología de Varsovia me otorgue el Doctorado Honoris Causa. Agradezco al [...]

Discurso del Cardenal Arzobispo de Barcelona al recibir el Doctorado Honoris Causa en la Pontificia Facultat de Teología de Varsovia
La presencia de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad
Es para mi un inmenso honor que esta prestigiosa Pontificia Facultad de Teología de Varsovia me otorgue el Doctorado Honoris Causa. Agradezco al gran Canciller, Su Eminencia el Cardenal Kazimierz Nycz, Arzobispo Metropolitano de Varsovia y al Rector Magnífico de esta Pontifica Facultad, Excelentísimo Profesor Krzysztof Pawlina y a la Comisión de gobierno que hayan acordado concederme esta distinción.
Mis relaciones con la archidiócesis y ciudad de Varsovia obedecen a mi amistad con Su Eminencia el Cardenal Josef Glemp por haber cursado estudios los dos casi los mismos años en el Instituto in Utroque Iure, de la Pontificia Universidad Lateranense, coincidiendo con la celebración del Concilio Vaticano II, del que este año celebramos el 50 aniversario de su apertura.
Quiero agradecer también a su Excelencia Monseñor Tadeusz Pikus, Obispo Auxiliar de Varsovia, su benévolo discurso de laudación, fruto de su bondad y de pertenecer ambos al mismo Colegio Episcopal.
Pero mi agradecimiento en mayúscula se dirige a esta tierra y a esta nación polaca por haber dado un hijo predilecto, el beato Juan Pablo II. Él, con el bagaje humanista, espiritual, intelectual y eclesial que había recibido en estas tierras fecundadas por la fe cristiana, el sufrimiento y el tesón, ha servido con fecundidad y generosidad largos años de su vida a toda la Iglesia extendida de Oriente a Occidente y al mundo entero como Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro. Gracias querido Juan Pablo II por tu rico y amplio magisterio, por tu cercanía a todos los países del mundo, por tu celo apostólico y por tu servicio a la paz y a la justicia en el mundo.
La grave crisis económica que estamos viviendo, en el fondo es una crisis de valores y antropológica. Está en juego el desarrollo de la persona humana que en la encíclica Populorum progressio, de Pablo VI, lo hemos de entender como el desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre y de un desarrollo integral.
Benedicto XVI, en su encíclica social, relaciona directamente el desarrollo así entendido con la presencia pública de la Iglesia en la sociedad. Lo hace con estas palabras: “La religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo sólo si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esta ‘carta de ciudadanía’ de la religión cristiana. La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo”.
La Iglesia presente en la sociedad
En el fondo se trata de la presencia de la religión y más en concreto de la Iglesia en la sociedad. Primariamente no se ventilan las relaciones religión-Estado, Iglesia-Estado, sino unas anteriores, más amplias y más importantes, es decir, las relaciones religión-sociedad, Iglesia-sociedad. Y considero que hemos de dar preeminencia a estas relaciones por encima de las otras, sin olvidar que aquellas tienen también su importancia.
En este marco se comprende que la dimensión pública de la religión, o si se quiere de la Iglesia, es de suma importancia. Dado que la convivencia de las personas en la sociedad es algo connatural a la persona humana y teniendo en cuenta que la presencia de la religión es también una realidad que no puede ser vivida, ni individualmente ni colectivamente, fuera de la sociedad, es normal que la religión tenga una presencia pública en la convivencia social.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece un elenco de derechos fundamentales, entre los cuales está el derecho a la libertad religiosa, en los términos en que lo hace el art. 18 de la misma Declaración. Este derecho no se refiere sólo al culto y a las creencias personales en público o en privado, solo o asociado con otros. Alcanza también al ejercicio creativo de la fe y la vida religiosa, a su manifestación pública y a su difusión, mediante el ejercicio del derecho a la libre reunión, expresión y asociación que se recoge en los artículos 19 y 202.
Es muy necesario distinguir lo que es la “laicidad del Estado” y lo que es una “sociedad laica”. No se puede ignorar que la laicidad del Estado está al servicio de una sociedad plural en el ámbito religioso.
Por el contrario, una sociedad laica implicaría la negación social del hecho religioso o, al menos, del derecho a vivir la fe en sus dimensiones públicas, lo cual sería precisamente algo contrario a la laicidad del Estado.
La Iglesia no puede pretender imponer a otros su propia verdad. La relevancia social y pública de la fe cristiana ha de evitar una pretensión de hegemonía cultural que se daría si no se reconociera que la verdad se propone y no se impone como recordaba Juan Pablo II. Pero ello no significa que la Iglesia no deba ofrecerla a la sociedad, en la totalidad de lo que significa ser el “anuncio del Evangelio”.
Es preciso ofrecer toda la riqueza que contiene el humanismo cristiano, capaz de interesar a muchas personas – especialmente a los jóvenes – y de querer vivirlo con ilusión y alegría. La presentación del mensaje de Jesús con toda claridad y fidelidad es la tarea prioritaria de la Iglesia en nuestra sociedad.
Ciertamente, el pleno reconocimiento del verdadero ámbito de lo religioso es completamente vital para una adecuada y fecunda presencia pública de la Iglesia en la sociedad. Lo religioso va más allá de los actos típicos de la predicación y del culto; repercute y se expresa por su propia naturaleza en la vivencia moral y humana, que se hace efectiva en los campos de la educación, del servicio social, de la vida, del matrimonio y la familia y de la cultura. Todo ello “presupone una aceptación, no recortada jurídicamente, de su significación pública”3. Cabe hablar de una esfera pública plural cualificada religiosamente, en la que las religiones desempeñan un papel de sujeto público, claramente separado de las instituciones del Estado y, al mismo tiempo, presente en la sociedad civil. El Estado tiene una amplísima gama de actuaciones de impulso y promoción positiva del bien común, y la vida religiosa de las personas y de las comunidades religiosas es parte integrante de este bien común.
Servicio de la Iglesia a la sociedad
La Iglesia presta a la sociedad un servicio muy importante y de mucha magnitud en el orden prepolítico de las ideas y valores morales, de las imágenes globales del hombre y de la vida. El cardenal Jubany habló de la importante función “nutricia” de la Iglesia en la sociedad5. Las sociedades democráticaslíeñérrerríesgo de vaciarse éticamente, de perder la fuerza indispensable de unas concepciones sobre la vida humana y de unos valores morales que inspiren.
Por ello, la sociedad democrática necesita grupos sociales, religiosos y culturales que se ocupen de una irrigación espiritual y ética de los ciudadanos, para que luego ellos, en el libre ejercicio de sus derechos y su participación política, transmitan al Estado el reflejo de estas sensibilidades morales y exijan a quienes aspiran al poder político o lo ejercen, el respeto, la protección y la promoción de esta savia espiritual sin la cual no puede existir una sociedad libre ni una ciudadanía responsable. Las instituciones políticas deben saber que aquellos grupos, también los religiosos, son los que tienen que desarrollar el importante papel de enriquecer culturalmente, espiritualmente, moralmente a la sociedad entera en un marco de libre y respetuosa expresión de sus ideas.
Para percatarse del servicio que presta la Iglesia, basta pensar en qué sería de una ciudad, por ejemplo Varsovia o Barcelona, sin la presencia y actuación de las parroquias, comunidades religiosas, asociaciones, e instituciones eclesiales en el campo de la espiritualidad, de las relaciones interpersonales, de la pobreza y marginación, de la atención a los ancianos y a los enfermos, de la educación y enseñanza, de la cultura, etc. Serían unas ciudades pobres, muy pobres, deshumanizadas, con graves problemas sociales. Esta simple constatación contribuye claramente a que los cristianos tengamos la debida autoestima muy necesaria a toda persona e institución.
La presencia de la Iglesia en la sociedad y las relaciones de la jerarquía con las autoridades civiles han de ser de diálogo leal y de colaboración constructiva desde la propia identidad. La Iglesia quiere contribuir al discernimiento de algunos valores que están enjuego en la sociedad y que inciden en la auténtica realización de la persona humana y de la convivencia social.
Así, a nadie debería de incomodar la voz profética de la Iglesia sobre la vida familiar, social y política, también cuando va a contracorriente de estados de opinión ampliamente difundidos. Nuestro conformismo privaría a la sociedad de una antigua sabiduría que hemos recibido de lo alto y que ha estado presente y activa en las raíces de nuestra antropología y de nuestra historia. El diálogo pide sentido de la identidad y, a la vez, aceptación del otro con voluntad de convivencia.
Significado auténtico de la laicidad
Hoy en diversos países hay un debate muy vivo sobre la laicidad. El concepto de laicidad no es algo extraño y ajeno a la tradición cristiana. Benedicto XVI ha subrayado su inequívoca matriz cristiana. Su fundamento se encuentra en aquella famosa sentencia de Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”6. Después de su viaje a París, de noviembre de 2008, el Papa, comentando esta máxima evangélica ha afirmado: “Si en las monedas romanas estaba impresa la efigie del César y por eso se le debían dar, en el corazón del hombre está la impronta del Creador, único Señor de la vida. La auténtica laicidad no consiste en prescindir de la dimensión espiritual, sino en reconocer que ésta, radicalmente, es garante de nuestra libertad y de la autonomía de las realidades terrenas”. Aquella norma establecida por el Señor ha entrado a formar parte del patrimonio de la humanidad en lo referente a la configuración de las sociedades democráticas.
Al hablar de laicidad hay que insistir en dos aspectos que considero fundamentales. El primero consiste en la asunción crítica de la modernidad por parte de los cristianos. Esto pide dar importancia al nexo verdad-libertad y reconocer que la libertad está llamada a valorar y servir a la verdad. Y, en segundo lugar, la modernidad ha sido concebida a menudo como laica, en el sentido de considerar la religión como un hecho meramente privado. Es necesario, por tanto, pensar de nuevo en el significado del término ‘laico’”, que, por un lado, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, al lugar que le corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otro lado, afirme y respete la legítima autonomía de las realidades temporales que tienen sus leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir y ordenar” .
Laicidad y laicismo
El Estado no puede ignorar que el hecho religioso existe en la sociedad. Pretender que el Estado laico haya de actuar como si ese hecho religioso, incluso como cuerpo social organizado, no existiera, equivale a situarse al margen de la realidad. El problema fundamenta del laicismo que excluye del ámbito público la dimensión religiosa consiste en el hecho de que se trata de una concepción de la vida social que piensa y quiere organizar una sociedad que no existe, que no es la sociedad real. La fe o la increencia son objeto de una opción que los ciudadanos han de realizar en la sociedad, especialmente en una sociedad culturalmente pluralista en relación con el hecho religioso. El Estado es laico, pero la sociedad no es laica.
El principio de la mutua independencia y autonomía de la Iglesia y la comunidad política no significa en absoluto una laicidad o aconfesionalidad del Estado que pretenda reducir la religión a la esfera puramente individual y privada, desposeyéndola de todo influjo o relevancia social. Esto es laicismo. El Estado ha de promover un clima social sereno y una legislación adecuada que permita a cada persona y a cada religión vivir libremente su fe, expresarla en los ámbitos de la vida pública y disponer de los medios y espacios suficientes para poder aportar a la convivencia social las riquezas espirituales, morales y cívicas. La laicidad significa la actuación estatal de reconocimiento, garantía y promoción jurídicas de la religión.
En el fondo juega la concepción y valoración que se tiene de la religión. Si ésta es valorada negativamente, la laicidad se convierte en laicismo. Si, por el contrario, la presencia de la Iglesia es concebida positivamente, como una posibilidad de enriquecimiento para la edificación común de la sociedad civil, la laicidad tiene su significado auténtico de respeto y de colaboración con esta aportación al bien de las personas y de la sociedad. En este último sentido, la presencia de la Iglesia no es percibida como una injerencia, sino como una posibilidad de enriquecimiento de la convivencia social.
Juan Pablo II, en su discurso a los obispos franceses con motivo del centenario de la ley de 1905 de separación de la Iglesia y del Estado, afirmó que “unas relaciones y unas colaboraciones de confianza entre la Iglesia y el Estado sólo pueden tener efectos positivos para construir juntos aquello que el Papa Pío XII ya llamaba ‘la legítima y sana laicidad’, que no sea un tipo de laicismo ideológico o de separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas”.
La reivindicación de la laicidad no puede convertirse en un motivo para el abandono de la moralidad. Y, sin embargo, hay leyes en países europeos que no solamente contradicen la moral cristiana, sino que atenían contra la ética natural. La laicidad no puede identificarse con el relativismo moral o el positivismo ético dictado por las leyes o el pragmatismo más burdo.
Presencia de los cristianos en el mundo
He dicho a menudo que son muchos los cristianos laicos que asumen responsabilidades en el ámbito intraeclesial, y que hay un déficit de su presencia en el mundo secular. Esta constatación la hizo el beato Juan Pablo II en su exhortación apostólica Christifideles laici, fruto de una propuesta aprobada por el Sínodo de los Obispos de 1987.11 El mundo secular es el ámbito que les es muy propio, ya que el Concilio Vaticano II dijo que la característica secular es propia y peculiar de los laicos .
Esta presencia de los cristianos en el mundo, incluida la política, no se ha de entender como una simple cadena de transmisión de los criterios de la jerarquía. En realidad, al laico cristiano le corresponde mucho más que esto: oídos los principios que hay que seguir en los asuntos temporales señalados por el magisterio, le corresponde decidir, desde la realidad en donde vive inmerso, guiado por su conciencia responsable.
La Iglesia ha de priorizar la evangelización de las personas. Hay que orientar el trabajo eclesial hacia la formación auténtica y sólida de los cristianos para que vivan su vida cristiana con fidelidad a la Iglesia y con generosidad y para que manifiesten su fe con el testimonio de la vida y de la palabra en medio de la sociedad, sea cual sea la realidad cultural, social y política.
Cuando el Evangelio es acogido por las personas, la comunidad civil se hace también más responsable, más atenta a las exigencias del bien común y más solidaria con los necesitados” .
Raíces cristianas de nuestra identidad
La identidad de Europa es incomprensible sin el cristianismo. Pero la concepción cristiana no radica solo en unos orígenes judeocristianos más o menos lejanos, como algunos querrían hacer creer, sino que se asienta en el centro de la Ilustración y llega por diversas vías hasta nuestro tiempo, culminando en la máxima expresión que significa la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que hubiera sido imposible sin el fundamento cristiano. Las raíces cristianas de Polonia, como de Europa, son vivas y vitales, han dado frutos preciosísimos en el pasado, los dan hoy, y deberán darlos aún más en el futuro.
Si queremos ser coherentes con nuestra propia identidad, esta realidad histórica y presente de nuestro país tiene unas consecuencias y a la vez unas exigencias. Se trata, en primer lugar, de conocer y valorar esta identidad. Esto significa que es absolutamente necesario tener un conocimiento adecuado de los contenidos del cristianismo que han impregnado nuestra cultura y nuestra identidad. Sin este conocimiento no sabríamos quienes somos, de donde venimos y a donde vamos. Esta es una razón, además de otras también muy importantes, que pide que los alumnos reciban clase de religión católica. Sin el conocimiento de los contenidos de la fe, de la Biblia, de la historia sagrada, de la moral y ética cristianas, y de la Iglesia no se puede entender casi nada de la historia y cultura de nuestros países.
Si uno no conoce ni valora quien es él mismo, no puede acoger ni dialogar con otro que sabe muy bien quien es. Como es obvio, esto tiene consecuencias muy importantes hoy a causa de la realidad siempre creciente de la emigración, de la inmigración y de la movilidad humana.
El Cardenal Ratzinger, el actual Benedicto XVI, el año 2002 se preguntaba si en nuestro tiempo hay una identidad de Europa que tenga futuro y a la cual podamos dar soporte desde dentro, y responde que para los padres de la unificación europea posteriores a la devastación de la segunda guerra mundial -Adenauer, Schumann y De Gasperi – estaba claro que este fundamento existía y que descansa en la herencia cristiana de cuanto el cristianismo había hecho en nuestro continente14. Si el sustrato religioso de Europa, pese a su evolución y su pluralismo actual, fuese marginado en su papel inspirador de la ética y en su eficacia social, se negaría aquella rica herencia del pasado europeo, incidiría muy negativamente en el futuro digno del hombre europeo creyente o no creyente, y a la vez se correría el riesgo de construir una casa común encerrada en si misma, olvidando su solidaridad con los otros pueblos del mundo.
El entonces cardenal Ratzinger en una conferencia sobre Europa, se refería a la Carta de los Derechos Fundamentales de Unión Europea y se preguntaba si partiendo de la tradición humanista europea, no habría sido necesario anclar en dicha Carta a Dios y la responsabilidad ante él. El cardenal consideraba que hay algo que no debiera faltar: el respeto a aquello que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios. Donde se quebranta este respeto algo esencial se hunde en una sociedad. El purpurado continuaba afirmando: “Si no lo hacemos, no sólo negaremos la identidad de Europa, sino que dejaremos de hacer a los otros un servicio al cual tienen derecho. La absoluta profanidad quese ha construido en Occidente es profundísimamente ajena a las culturas del mundo. Esas culturas se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro”.
Todos tenemos presente el debate sobre incluir o no las raíces cristianas en la Constitución europea. A este propósito quiero mencionar unas observaciones que escribí el año 2003 en un trabajo sobre “Las Iglesias y las Comunidades religiosas en la futura Constitución europea”, concretamente sobre explicitar o no el nombre de Dios en la referida Constitución. Lo hago como un homenaje a la ciencia constitucional de este querido pueblo polaco y su respeto por la libertad religiosa. Reproducía este texto constitucional: “Compartimos la preocupación por el presente y el futuro de nuestra patria […], el pueblo polaco, todos los ciudadanos de la República, los que creen en Dios, fuente de verdad, justicia, bien y belleza, así como los que no comparten esta fe y refieren estos valores universales a otras fuentes…”. Y más adelante la misma Constitución polaca dice: “Con sentido de responsabilidad ante Dios o ante la propia conciencia, establecemos esta Constitución de la República Polaca”.
Como se ve, la Constitución menciona que sus valores son compartidos por dos concepciones: una que encuentra su fuente en Dios y otra que no. Considero que esta redacción es plenamente respetuosa con la realidad socioreligiosa de la Unión Europea y con la concepción aconfesional y laica del Estado. Esta solución, además de ser realista, contribuiría a intensificar los caminos del diálogo y de la colaboración entre todos los ciudadanos creyentes y no creyentes de la Unión Europea.
La presencia pública de la Iglesia en la sociedad es para evangelizar comunicando la Buena Nueva del Evangelio a todos los pueblos, que se realiza, también, con su discurso ético sobre economía y política, es decir, proclamando los principios éticos de riquísimo contenido que presenta la encíclica Caritas in veritate. Viene a mi memoria lo que nos ha dicho Benedicto XVI en su encíclica “Dios es amor”. El Papa cita al emperador Juliano el Apóstata, fallecido en el año 363. Lo hace para ilustrar que para la Iglesia de los primeros siglos era esencial ejercer la caridad organizada. Una vez emperador, Juliano decidió restaurar el paganismo, la antigua religión romana, pero también quiso reformarlo. “En esta perspectiva – dice el Papa – se inspiró ampliamente en el cristianismo […]. Y escribía en una de sus cartas que el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia. Los sacerdotes del paganismo debían emularla y superarla. De este modo, el emperador confirma cómo la caridad era una característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia”16. La Iglesia continúa ofreciendo a la sociedad con generosidad y constancia el testimonio de la caridad y el Papa nos dice en la encíclica Caritas in veritate que “el compromiso por el bien común, cuando está inspirado en la caridad, tiene un valor superior al compromiso meramente secular y político”.
Varsovia, 6 de noviembre de 2012
Lluís Cardenal Martínez Sistach
Arzobispo Metropolitano de Barcelona