La verdad se propone, no se impone
El Osservatore Romano publica en su edición de este jueves, 30 de mayo, las palabras del cardenal arzobispo Lluís Martínez Sistach, con su reflexión sobre el Evangelio como propuesta de vida y no como imposición. El papel de la Iglesia en la sociedad La verdad se propone, no se impone. Por el cardenal Lluís Martínez [...]

El Osservatore Romano publica en su edición de este jueves, 30 de mayo, las palabras del cardenal arzobispo Lluís Martínez Sistach, con su reflexión sobre el Evangelio como propuesta de vida y no como imposición.
El papel de la Iglesia en la sociedad
La verdad se propone, no se impone.
Por el cardenal Lluís Martínez Sistach
Cuando los cristianos hablamos del desarrollo hemos de entenderlo como lo propuso la encíclica Populorum progressio, es decir, como el desarrollo de todos los hombres y del hombre integral. El auténtico desarrollo del hombre afecta, de manera unitaria, a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones. Pablo VI afirma en su encíclica que el progreso – en su fuente y en su esencia- es una vocación: “En el designio de Dios todo hombre está llamado a un desarrollo porque la vida es vocación”. Esto es precisamente lo que legitima la intervención de la Iglesia en la problemática del desarrollo. Si esto se refiriera sólo a los aspectos técnicos de la vida del hombre y no al sentido de su caminar en la historia, entonces la Iglesia no tendría que hablar de ello.
La dimensión pública de la religión o, si se quiere, de la Iglesia, es muy importante. Dado que la convivencia de las personas en la sociedad es algo innato en la persona humana, y teniendo en cuenta que la presencia de la religión es también una realidad que ni puede ser vivida fuera de la sociedad, es normal que la religión tenga una presencia pública en la convivencia social.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos ofrece un elenco de derechos fundamentales, entre los cuales hay el derecho a la libertad religiosa, en los términos expresados en el artículo 18 de esta Declaración. Este derecho no hace referencia sólo al culto y a las creencias personales en público o en privado, solos o asociados. Este derecho incluye también el ejercicio creativo de la fe y de la vida religiosa, su manifestación pública y su difusión mediante el ejercicio del derecho de libre reunión, de expresión y de asociación, recogidos en los artículos 10 y 20. Se trata, por tanto, de un derecho que el Estado ha de tutelar y que no puede ignorar. Una vez más, una pretendida separación de campos de competencia entre la Iglesia y el Estado, fruto de la recíproca ignorancia entre ambos organismos, no es ni jurídicamente ni políticamente aceptable. Es necesario distinguir entre lo que es la “laicidad del Estado” y lo que es una “sociedad laica”. No se puede ignorar que la laicidad del Estado esta al servicio de una sociedad pluralística en la esfera religiosa. Una sociedad laica, en cambio, comportaría la negación social del fenómeno religioso o, por lo menos, del derecho de vivir la fe en su dimensión pública. Y esto sería contrario a la laicidad del Estado.
La Iglesia, lejos de encerrarse en sí misma renunciando a la acción, ha de mantenerse viva y ha de incrementar su dinamismo. Los cristianos han de dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas y a los interrogantes de las personas. Si sabremos hacerlo, la Iglesia prestará un gran servicio a nuestros países. La sociedad pluralista en la que vivimos quiere encontrar el “lugar” propio de los cristianos y de la Iglesia en esta nueva situación “sociocultural”, sin que esto suponga la pérdida de la propia identidad.
La Iglesia no puede pretender imponer a los demás la propia verdad. La importancia social y pública de la fe cristiana ha de evitar una pretensión rehegemonía cultural que se produciría si no se reconociese que la verdad se propone, pero que no se impone. Pero esto no significa que la Iglesia no tenga que ofrecerla a la sociedad, con todo lo que significa realizar “el anuncio del Evangelio”. Es necesario ofrecer todas las riquezas contenidas en el humanismo cristiano, de gran interés para muchas personas – sobre todo los jóvenes – y vivirlo con ilusión y alegría. La presentación del mensaje de Jesús, de manera clara y fiel, es la tarea prioritaria de la Iglesia en nuestra sociedad. Ciertamente, el pleno reconocimiento del ámbito de lo religioso es algo vital para una adecuada y fecunda presencia pública de la Iglesia en la sociedad. Lo que constituye “lo religioso” va más allá de los actos propios de la predicación y del culto, repercute y se expresa, por su propia naturaleza, en aquellas actitudes morales y humanas que se hacen efectivas en los campos de la educación, del servicio social, de la vida, del matrimonio y de la familia, y de la cultura.
La Iglesia presta a la sociedad un servicio muy importante y de gran trascendencia en el orden prepolítico de las ideas y de los valores morales, de las imágenes globales del hombre y de la vida. El cardenal Narcís Jubnay habla de la importante función “nutricia” de la Iglesia en la sociedad.
La sociedad democrática necesita grupos sociales, religiosos y culturales que se ocupen de realizar una irrigación espiritual y ética de los ciudadanos, con la finalidad de que éstos, después, en el libre ejercicio de sus derechos y de su participación política, transmitan al Estado el reflejo de estas sensibilidades morales y exijan el respeto, la tutela y la protección de este vigor espiritual, sin el cual no puede existir una sociedad libre ni una ciudadanía responsable.
Para comprender el servicio que la Iglesia realiza, basta con pensar qué sería una ciudad, por ejemplo Santiago de los Caballeros o Barcelona, sin la presencia y la actuación de las parroquias, de las comunidades religiosas, de las asociaciones e instituciones eclesiales en el campo de la espiritualidad, de las relaciones interpersonales, de la pobreza y la marginación, de la atención a los ancianos y a los enfermos, de la educación y la enseñanza, de la cultura. Serían unas ciudades pobres, muy pobres, deshumanizadas, con graves problemas sociales.
La presencia de la Iglesia en la sociedad y las relaciones entre la jerarquía y las autoridades civiles ha de ser de ser de un diálogo leal y de una colaboración constructiva a partir de la propia identidad. La Iglesia tiene que contribuir al discernimiento de algunos valores que están en juego en la sociedad y que tienen una incidencia en la auténtica realización de la persona humana y de la convivencia social.
Por todo esto, no debería molestar a nadie la voz profética de la Iglesia sobre la vida familiar, social y política, incluso cuando se sitúa a contracorriente de unas opiniones ampliamente difundidas. A causa de nuestro conformismo, se privaría a la sociedad de una antigua sabiduría que hemos recibido de lo alto y que ha estado presente y ha sido activa en las raíces de nuestra antropología y de nuestra historia.
El Estado no puede ignorar la existencia del fenómeno religioso en la sociedad. Pretender que el Estado laico tenga que actuar como si el factor religioso, incluso como cuerpo social organizado, no existiese, esto equivale a situarse al margen de la realidad. El problema fundamental del laicismo, que excluye del ámbito público la dimensión religiosa, consiste en el hecho de que se trata de una concepción de la vida social que concibe y que piensa organizar una sociedad que no es la sociedad real. La fe o la no creencia son el objeto de una opción que los ciudadanos han de realizar en la sociedad, sobre todo en una sociedad culturalmente pluralista en relación con el hecho religioso. El Estado es laico, pero la sociedad no lo es.