Homilía en el Colegio Español de Roma
Homilía del Sr. Cardenal de Barcelona, Dr. Lluís Martínez Sistach, en la fiesta del Beato Manuel Domingo y Sol, en el Colegio Español de San José de Roma, 29 de enero de 2011 Celebramos con gozo la fiesta de nuestro querido Beato Manuel Domingo y Sol, sacerdote de la diócesis de Tortosa a la cual me siento [...]
Homilía del Sr. Cardenal de Barcelona, Dr. Lluís Martínez Sistach, en la fiesta del Beato Manuel Domingo y Sol, en el Colegio Español de San José de Roma, 29 de enero de 2011
Celebramos con gozo la fiesta de nuestro querido Beato Manuel Domingo y Sol, sacerdote de la diócesis de Tortosa a la cual me siento vinculado con un recuerdo lleno de afecto y de agradecimiento por los cinco maravillosos años que le dediqué de mi vida y de mi ministerio episcopal, mi primera diócesis como obispo diocesano, de la que tanto he recibido.
Nuestro querido Beato, fundador de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, nació el 1 de abril de 1836 en la capital de la diócesis Dertosense, y a los 15 años de edad ingresó en el Seminario diocesano, donde cursó tres años de filosofía, siete de teología y uno de derecho canónico. Recibió la ordenación sacerdotal como sacerdote diocesano de Tortosa el 2 de junio de 1860. Al estrenarse en el ejercicio de su ministerio presbiteral quiso abarcar todos los apostolados, pero pronto se percató de que el remedio para recristianizar a la sociedad había que buscarlo en la misma raíz. Se dio cuenta de que la formación de los sacerdotes y el ministerio presbiteral es lo que podríamos llamar la llave de la cosecha en todos los campos de la misión de la Iglesia. Él dirá que “entre todas las obras de celo no hay ninguna tan grande y de tanta gloria a Dios como contribuir a dar muchos y buenos sacerdotes a la Iglesia”.
Mosén Sol se dedica en cuerpo y alma a ello, fundando la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, obra dedicada a esta importantísima labor de la formación de los futuros sacerdotes en los seminarios, culminando su labor vocacional con la creación del Colegio Español de San José, más que centenaria, en el Palazzo Altems, de Roma, en donde tuve el gozo entrañable de residir en los años del Concilio Vaticano II, visitado por los queridos Pontífices Juan XXIII y Pablo VI.
Con la celebración de la Eucaristía damos gracias a Dios por la vida y la obra del Beato Manuel Domingo y Sol. A él podemos aplicar las palabras del profeta Jeremías: “Antes de formarte en el vientre, te escogí, antes de que salieras del seno materno, te consagré”. Le agradecemos al Señor que lo hubiera escogido y le concediera este carisma que ha contribuido a dar respuesta al problema de las vocaciones sacerdotales y de la debida formación de los seminaristas, carisma que motivó la fundación de la Hermandad que continua realizando esta importante tarea en la Iglesia, en seminarios, en la pastoral vocacional y sacerdotal y en este querido Colegio Español que nuestro Beato fundó. Con razón el Papa Juan Pablo II, en su homilía de la Beatificación de Mosén Sol, el 29 de marzo de 1987, dijo que es apellidado en la Iglesia “el santo apóstol de las vocaciones sacerdotales”, afirmando el Santo Padre que “al presentarlo hoy a la Iglesia como un modelo sobresale, por encima de todo, su intenso apostolado en favor de las vocaciones consagradas y especialmente las sacerdotales, a las que dedicó los mejores esfuerzos de su vida”. Hoy ante el invierno vocacional de nuestra Europa occidental, el carisma de nuestro Beato es muy actual. Nuestra acción de gracias a Dios es motivada también por el trabajo que han realizado y están realizando los Operarios en muchos seminarios y en la dirección de este Colegio siguiendo las huellas del Beato Domingo y Sol.
Conmemorar la vida y la obra del Beato que nos congrega nos ayuda especialmente a nosotros sacerdotes a considerar la necesidad e importancia del ministerio presbiteral. El Papa Benedicto XVI recuerda que “la misión del sacerdote en la Iglesia es irreemplazable” (Mensaje para la 43 Jornada mundial para las vocaciones, de 5 de marzo de 2006). Sin sacerdotes, la Iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se sitúa en el mismo corazón de su existencia y de su misión en la historia. Esto queda expresado en estos mandamientos de Jesús: “Id y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 14) y “haced esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19).
El celo pastoral con que vivió el Beato Domingo y Sol su ministerio sacerdotal y el carisma que recibió del Señor para trabajar por la pastoral vocacional nos interpela a toda la Iglesia, pero especialmente a los que hemos recibido el sacramento del Orden. Escogidos también nosotros antes de salir del seno materno, hemos de dar gracias al Señor por la vocación recibida, la mejor parte de la herencia. Porque como nos dijo Juan Pablo II, “esta elección demuestra el amor de Jesucristo al sacerdote. Precisamente este amor, más que ningún otro amor, exige correspondencia ya que hemos sido escogidos gratuitamente por el Señor como instrumentos vivos de la obra de la Salvación” (Pastores dabo vobis, 25).
Esta correspondencia a este amor preferencial que el Señor nos ha manifestado pide a todos los sacerdotes un esfuerzo de formación permanente, pero a vosotros queridos sacerdotes de las diócesis españolas que estáis ampliando estudios en Roma, os exige dedicaros con intensidad generosa y constante a vuestra formación intelectual que redundará en bien del trabajo pastoral de las Iglesias diocesanas. Si somos felices por la vocación recibida y la valoramos muchísimo, imitaremos al Beato Domingo y Sol, y trabajaremos constantemente en la pastoral vocacional. Si bien es esta una responsabilidad de toda la Iglesia (cf. Concilio Vaticano II, Optatam Totius, 2), el papel de los presbíteros es indispensable. Los sacerdotes podemos ser decisivos en el nacimiento, discernimiento y acompañamiento de una vocación sacerdotal. El Concilio Vaticano II no duda en hablar de este servicio presbiteral como un deber y lo razona con estos términos: “Este deber pertenece, en efecto, a la misión sacerdotal misma por la que el presbítero participa de la preocupación de toda la Iglesia, para que el Pueblo de Dios no carezca nunca de obreros aquí en la tierra” (Presbyterorum Ordinis, 11).
El testimonio de la propia vida y del ministerio presbiteral es la aportación más específica y más válida de cada uno de nosotros en la pastoral vocacional. Son raras las vocaciones que no puedan hacer referencia, en su historia, a un sacerdote conocido, estimado y valorado. No hay nada tan apropiado para suscitar vocaciones como el testimonio apasionado de la propia vocación para hacerla atractiva, y nada más lógico y coherente en una vocación que engendrar otras vocaciones. La misma vida de los sacerdotes, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a la Iglesia –un testimonio marcado por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual-, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo son el factor primero y más persuasivo de la fecundidad vocacional (cf. Concilio Vaticano II, Optatam totius, 2).
El Papa Benedicto XVI, en un diálogo fraternal con los sacerdotes, puso de relieve la importancia del testimonio de los sacerdotes, afirmando que “es muy importante vivir la realidad del presbiterio, de la comunidad de los sacerdotes que se ayudan entre ellos, que avanzan juntos en el camino común, con solidaridad en la fe compartida. Si los jóvenes ven a sacerdotes que viven muy aislados, tristes y cansados, piensan: ‘Si este es mi futuro, no lo podré resistir’. Hay que crear realmente esta comunión de vida, que pueda llevar a los jóvenes a este convencimiento: ‘Sí, éste puede ser un futuro, también para mí’” (Conversación informal con el clero de la diócesis de Aosta, 25 de julio de 2005).
El Papa en la homilía de la Beatificación de Mosén Sol, remarcó esta intervención de los sacerdotes en la pastoral vocacional, al afirmar que “esta glorificación debe suponer para los sacerdotes un estímulo para tomar conciencia de cuán importante y fundamental sea este objetivo. La Iglesia necesita sacerdotes. Pero, a su vez, es propio de la misión sacerdotal buscar entre el pueblo fiel a jóvenes y adultos que, respondiendo generosamente a la llamad de Cristo ‘ven y sígueme’, sean acompañados y formados como ministros idóneos para enseñar también a otros (2Tm 2, 2)”. Que todos podamos decir lo que afirmó nuestro Beato de sí mismo: “El Señor me ha hecho saborear abundantemente todos los consuelos y fatigas de los diferentes campos ministeriales: dirección de almas, enseñanza, religiosas, asociaciones y últimamente el fomento de vocaciones eclesiásticas; y, de todo, esto último es aquello que forma y formará mi gozo y mi corona”.
A pesar de la constatación que hizo Juan Pablo II en su primera exhortación apostólica sobre Europa, de que nuestro continente vive un invierno vocacional, Benedicto XVI ha afirmado que “nunca debe faltar la confianza de que Cristo siga suscitando hombres que, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a la celebración de los sagrados misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral” (Sacramentum caritatis, 26).
En esta fiesta que celebramos nos unimos a nuestro querido Beato Domingo y Sol y a los miembros de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos que viven intensamente el carisma del fundador, renovando nuestro agradecimiento al Señor por habernos llamado al ministerio sacerdotal, correspondiendo a su amor preferencial inmerecido y pidiendo la intercesión de María para que hayan muchos jóvenes que llamados por el Señor al ministerio respondan con generosidad y confianza con un fiat a imitación de aquella joven de Nazaret llamada por Dios a la maternidad divina.