Homilía del Sr. Cardenal de Barcelona, Dr. Lluís Martínez Sistach, en la Misa de Pascua de Resurrección

Hoy es Pascua. Hoy es la fiesta de las fiestas de los cristianos porqué Jesucristo, que murió en la cruz para nosotros y toda la humanidad, ha resucitado. Hoy es Pascua de Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Oggi è la Pascua del Signore Gesù, fonte di sicurezza e di pace. Aujord’hui este Paqué de Résurrection [...]

Hoy es Pascua. Hoy es la fiesta de las fiestas de los cristianos porqué Jesucristo, que murió en la cruz para nosotros y toda la humanidad, ha resucitado. Hoy es Pascua de Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Oggi è la Pascua del Signore Gesù, fonte di sicurezza e di pace. Aujord’hui este Paqué de Résurrection de Jesus. Today is Easter, Jesucristo is Risen.

Esta es la gozosa noticia que los cristianos damos hoy, una vez más, a nuestra sociedad que envejecida busca con ahínco novedad. Jesucristo resucitado lo ha hecho todo nuevo y nos hace participar de la novedad de la vida de hijos e hijas de Dios y de hermanos unos de otros. Esta es la gran novedad que necesita y espera nuestra sociedad. Esta es la magnífica realidad que hemos conmemorado la pasada noche, en la Vigilia Pascual. Queridos jóvenes, buscar siempre la novedad que ofrece Jesús, que es la pureza de corazón y entrega radical y generosa a Jesús y a los hermanos.

La resurrección de Jesús constituye el núcleo central de nuestra salvación. Por eso san Pablo nos ha dicho con toda claridad: «Si Cristo no hubiera resucitado, sería sin objeto nuestra fe, lo sería también nuestra predicación». Y el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «la resurrección es, sobre todo, la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó».

Mientras esperamos el día feliz en que celebraremos en el cielo la Pascua definitiva, celebramos cada año la renovación del misterio pascual en la Iglesia. Hoy resucitamos gloriosos a una vida nueva con Jesucristo resucitado. Es una gloria, la nuestra, que no vemos, pero en la que el Padre del cielo se complace. Como Jesucristo, somos complacencia del Padre celestial y admiración de los ángeles. Y bajo la mirada del Padre ya la faz de todo el mundo, queremos vivir auténticamente como hombres y mujeres resucitados.

Por eso, san Pablo, dice en la lectura de la carta a los Corintios que hemos escuchado, que «ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre «.Necesitamos levantar la cabeza y pensar a menudo en el cielo, en nuestra vida futura en Dios por toda la eternidad rebosante de alegría y de felicidad.

La resurrección de Cristo es el punto culminante de la historia de la Salvación. Es también, la clave para interpretar el sentido auténtico de la vida humana. No hay en nuestra vida un ritmo binario: vida-muerte, nacer para morir, sino un ritmo ternario: vida-muerte-más vida. Morimos para vivir. El apóstol Pablo, en la carta a los Colosenses habla de la incidencia de la muerte y la resurrección de Jesús en nuestra vida, diciéndonos: «Vosotros habéis muerto, y vuestra vida ha sido escondida en Dios con Cristo, que es nuestra vida, también vosotros apareceréis con él llenos de gloria».

Con fe acogemos y celebramos como comunidad creyente aquel anuncio gozoso de los ángeles a las mujeres aquella mañana del domingo de la primera Pascua de la historia cristiana: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí: ha resucitado». Después de la muerte de Cristo en la cruz, los apóstoles se despiertan en la fe que Cristo está vivo: vive en Dios y vive para ellos. Es imposible de expresar la mezcla de sentimientos que debían llenar el corazón de los Apóstoles aquel primer domingo de Pascua. Pero es posible sentirlo. Es para nosotros cristianos una alegre calma, de plenitud más que de desbordamiento. Es una alegría que rezuma por los ojos, y no nos debe dar vergüenza que se nos note que estamos contentos. Viene de una gracia particular, de una presencia real, de una participación repetida en el triunfo de nuestro Redentor. No es la alegría de una nueva que nos han comunicado, sino de una realidad que vivimos. Es, sencillamente, la gran alegría de la Pascua, de la Resurrección de Jesús! La gracia de Pascua no es una realidad que se borre cuando pasan los días, sino que el Señor Jesús nos la ha comunicado para que crezca en nosotros sin cesar.

Recibiendo el Espíritu Santo que el Resucitado envió, Pedro tomó la palabra y anunció la muerte y la resurrección de Jesús, como hemos escuchado en la primera lectura.También nosotros hemos recibido el don del Espíritu Santo y como Pedro el Señor nos envía a anunciar, a aprender la palabra y comunicar a las personas que tenemos a nuestro lado la muerte y la resurrección de Jesús por amor a todos, facilitando a los hermanos un encuentro personal con Jesús resucitado, como la que tuvo Saulo de Tarso a las puertas de Damasco y se convirtió de perseguidor de Jesús en Apóstol suyo. La alegría de la Pascua nos ha de convertir en apóstoles y comunicadores de la Resurrección de Jesús a los hermanos.

Queridos jóvenes, anunciad la resurrección del Señor a vuestros amigos y compañeros jóvenes que buscan como todo el mundo felicidad y sentido a la vida. Es la mejor manera que teneis para amarlos.

En las modernas ciudades secularizadas de nuestro occidente europeo, en sus plazas y en sus calles hay un deseo escondido, una esperanza germinal, una conmoción de esperanza. Como se lee en el libro del profeta Amós, «vienen días que enviaré hambre al país: no hambre de pan ni sed de agua, sino hambre de escuchar mi palabra» (Am 8,11). A esta hambre de escuchar la Palabra de Dios quiere responder la misión evangelizadora de la Iglesia y los cristianos.

Juan Pablo II, en su documento sobre Europa, decía que «la Iglesia debe ofrecer a Europa el bien más precioso y que nadie más puede darle: la fe en Jesucristo, fuente de esperanza que no defrauda, don que está en el origen de la unidad espiritual y cultural de los pueblos europeos, y que todavía hoy y en el futuro puede ser una contribución esencial a su desarrollo y a su integración «(Iglesia en Europa, 18).

La resurrección de Jesús ha incidido e incide en la historia de la humanidad. Su triunfo sobre el pecado y la muerte es garantía de victoria en todas las realidades de la creación, obra de Dios creador pero tocada por el pecado de los hombres. Todos nosotros experimentamos la fuerza de la resurrección de Jesús que se manifiesta en una caridad discreta, constante y generosa, en un respeto sagrado por la dignidad de cada persona, imagen de Dios, en un trabajo perseverante para construir una sociedad más justa y fraterna, en una atención preferencial por los pobres y en una esperanza cierta de vida ante los signos de muerte y de duelo.

San Pedro tomó la palabra y dijo: «Hablo de Jesús de Nazaret que pasó por todas partes haciendo el bien y dando la salud a todos los que estaban bajo la dominación del diablo, porque Dios estaba con él». La Iglesia y los cristianos, a imitación de Jesús tenemos que pasar por todas partes haciendo el bien, y eso siempre, pero hoy por las grave consecuencias de la crisis económica es mucho más necesario. Nuestro querido Santo Padre Benedicto XVI nos dice que «para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su misma naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» (Deus caritas est, 22).

Si bien la pasión de Jesús se reproduce en muchísimas personas y en muchos pueblos, también es cierto que el amor, la justicia y la fraternidad, que son fruto de la resurrección de Cristo, van avanzando en nuestro mundo. Es la novedad de la Pascua de Jesús. El camino es y será largo porque la salvación de Jesús avanza en medio de la humanidad y Dios respeta siempre la libertad de las personas, los grupos y los pueblos. Sin embargo para hacer avanzar la novedad de la resurrección del Señor en el mundo, en la sociedad y en las estructuras humanas, es necesaria también la conversión de nuestro corazón.

En este año de gracia, el Señor resucitado nos concede el don de la visita a Barcelona del Santo Padre Benedicto XVI para consagrar el Templo de la Sagrada Familia, el 7 de noviembre. Nuestro agradecimiento al Santo Padre lo queremos expresar estando muy cerca de él con el afecto y la oración, especialmente en estos momentos en que como todos sabemos sufre injustamente con mucha paz y serenidad de espíritu. Unidos a toda la Iglesia, estamos muy unidos al Santo Padre, él que es el Vicario de Cristo, el dulce Cristo en la tierra, y le deseamos una gozosa Pascua, así como la deseamos a la casi totalidad de sacerdotes que ejercen su ministerio con fidelidad, generosidad y perseverancia al servicio de la Iglesia y de la sociedad.

María, Madre de Jesús, llena de gracia, vivió intensamente el dolor de la pasión de su Hijo, pero creyó en el anuncio que Jesús hacía de su resurrección al tercer día después de su muerte. Pidámosle a María, Madre nuestra, que fortalezca nuestra fe en la resurrección de Jesús y en nuestra resurrección al final de los tiempos. 

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