Homilía del Sr. Cardenal de Barcelona Dr. Lluís Martínez Sistach, en la Misa de la Cena del Señor, Jueves Santo

Celebramos con el corazón lleno de alegría y de agradecimiento la Santa Cena del Señor, en este Jueves Santo, aquí en nuestra querida Catedral Basílica de Barcelona. El motivo de nuestra gran alegría y agradecimiento radica en que hoy conmemoramos aquel primer Jueves Santo en el que Jesús en el Cenáculo de Jerusalén instituyó la [...]

Celebramos con el corazón lleno de alegría y de agradecimiento la Santa Cena del Señor, en este Jueves Santo, aquí en nuestra querida Catedral Basílica de Barcelona. El motivo de nuestra gran alegría y agradecimiento radica en que hoy conmemoramos aquel primer Jueves Santo en el que Jesús en el Cenáculo de Jerusalén instituyó la Eucaristía y el sacerdocio ministerial.

El Evangelio que hemos escuchado nos da el preludio de esta doble institución y de todo lo que celebramos en el Triduo Pascual: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. El Evangelio de hoy ha comenzado con estas palabras: «Jesús que siempre había amado a los suyos en el mundo, ahora les demostró hasta qué punto los amaba». Estas palabras dan el contexto exacto y preciso de los grandes eventos que celebraremos estos días santos y que todos los vivió y sufrió el Señor porqué nos ama hasta el extremo. El amor de Dios es el secreto de todo esto, del cristianismo.

Dios ama a su criatura, que somos nosotros; Dios ama al hombre también en su caída y no lo abandona a su suerte. Él ama hasta el final. Con su amor va hasta el final, hasta el extremo: desciende de su gloria divina. Y en el fragmento del Evangelio que hemos escuchado, Jesús se quitó el manto, es decir, se quitó su gloria divina y tomó el manto de esclavo. Él descendió hasta lo más bajo de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros -Él que es Dios- y nos ofrece el servicio del esclavo; lava los pies sucios para que podamos estar presentes ante la mesa de Dios, para que seamos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos nunca hubiéramos podido hacer.

Dios se encarna y se hace esclavo, nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. En esto se expresa todo el misterio de Jesucristo. En esto se hace visible lo que significa la redención. El baño en el que Jesús nos lava es su amor dispuesto a aceptar la muerte. Sólo el amor tiene esa fuerza purificadora que nos quita nuestra suciedad y nos eleva a la dignidad de hijos e hijas de Dios.

El Jueves Santo en el Cenáculo, Jesús nos ha purificado como los Apóstoles y nos ha invitado a sentarnos en su mesa del banquete pascual para participar de su Cuerpo y de su Sangre. Es la tradición que viene del Señor, tal como nos ha dicho hoy San Pablo en el fragmento de su carta a los Corintios. Instituyendo la Eucaristía y el sacerdocio ministerial, Jesús nos demostró que nos amaba hasta el extremo. La Eucaristía del Jueves Santo está íntimamente vinculada con la entrega cruenta de Jesús, el Viernes Santo, en el Calvario. En el Cenáculo, el Señor se entregó incruentamente y en el Calvario lo hizo cruentament. Sin embargo estas entregas están empapadas de su muerte y de su resurrección. Por eso, también nosotros comiendo su Cuerpo y bebiendo su Sangre participamos de la muerte y resurrección de Cristo, porque si bien murió, también resucitó y es el Viviente.

Instituyendo la Eucaristía, Jesús dijo a los Apóstoles en el Cenáculo: «Haced esto en memoria mía». Así, el Señor instituyó en la Santa Cena el sacramento del Orden sagrado, el sacerdocio ministerial. Los Apóstoles, sus sucesores los obispos y sus cooperadores los presbíteros, reciben la potestad de presidir la comunidad y repetir «en la persona de Cristo» aquella Santa Cena, congregando al pueblo de Dios para celebrar la Eucaristía y de esta manera cumplir el mandamiento del Señor: «Haced esto en memoria mía».

Del corazón de todos los cristianos y cristianas brota hoy una especial acción de gracias al Señor por haberos dejado el don valiosísimo de su Cuerpo y de su Sangre y del sacerdocio ministerial. Queridos y queridas, que esta acción de gracias sea también hoy y siempre una petición confiada a Dios para que aumenten las vocaciones sacerdotales en nuestra archidiócesis y en todo el mundo, ya que sin sacerdotes no hay Eucaristía.

Y en este Año Sacerdotal que estamos celebrando por disposición de nuestro querido Papa Benedicto XVI, esta fiesta eucarística que celebramos nos mueve a todos los cristianos y cristianas a agradecer a Dios el don apreciado y muy necesario de los sacerdotes de nuestra archidiócesis de Barcelona y de toda la Iglesia, para el ejercicio de su ministerio con fidelidad, generosidad y perseverancia a imitación del Buen Pastor, por todo el inmenso bien que hacen a las comunidades, a las personas, a las familias, a los movimientos e instituciones y a nuestra sociedad. El porcentaje insignificante de sacerdotes que estos días aparecen denunciados en los medios con presuntas o probadas actuaciones totalmente condenables no deben hacer olvidar a la casi totalidad de los sacerdotes del mundo que dan testimonio de vida y de ministerio ejemplar. Tenemos que valorar mucho el ministerio de los sacerdotes, hemos de amar y ayudar a los sacerdotes y debemos colaborar pastoralmente con ellos al servicio todos juntos de la misión de la Iglesia. Y siempre oramos mucho por los sacerdotes para que sean santos imitando a Jesús Buen Pastor.

El ejemplo de Jesús amándonos hasta el extremo, dejando su Cuerpo y su Sangre como alimento inmolado en la cruz y resucitado, da testimonio de lo que el Señor nos ha dicho al final del fragmento del Evangelio de hoy: «Vosotros me llamáis ‘Maestro’ y ‘Señor’, y decís bien, porque lo soy. Si pues, yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros lo tenéis que hacer unos a otros. Os he dado ejemplo para que vosotros lo hagáis tal y como yo os lo he hecho «. Y a la vez, Jesús nos deja el gran mandamiento del amor fraterno, que es característico de los cristianos. Por todo ello, se ha identificado el Jueves Santo como el Día del amor fraterno.

Nunca, pero especialmente en medio de la actual crisis económica, nadie puede ser excluido de nuestro amor de palabra y de obra. Y ello desde el momento que «con la encarnación del Hijo de Dios, se ha unido en cierto modo a cada hombre» (GS, 22). En la persona de los pobres hay, sin embargo, una presencia especial de Jesús que impone a la Iglesia y a los cristianos una opción preferencial por los pobres. Benedicto XVI, comentando el fragmento del Evangelio que hemos escuchado, se pregunta ¿en qué consiste «lavarse los pies unos a otros?» Y el Papa contesta: «Cada obra buena que hacemos por el otro -especialmente para el que sufre y para el que es poco querido- es un servicio de lavar los pies «. Y continúa diciendo: «Lavarnos los pies unos a otros significa perdonarnos incansablemente, volver a empezar siempre de nuevo, aunque parezca inútil. Significa purificarnos unos a otros». Este amor hasta el extremo en que Jesús ama a todos los hombres y a todas las mujeres nos debe dar una actitud de plena confianza en él. Él nos dice que no tengamos miedo. Nos lo recordaba muchas veces Juan Pablo II. Jesús no nos reprochará no trabajar duramente. Sin embargo, Él nos podrá reprochar haber tenido miedo y no habernos dado cuenta de que Él estaba con nosotros en la barca de la Iglesia con su Palabra y con su Cuerpo y su Sangre y los otros sacramentos. Por eso, muy queridos hermanos y hermanas, fijemos nuestra mirada en Jesús eucarístico. Seamos una Iglesia de adoración.

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